Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
de poco un todo
PARA el columnista, qué continua tentación la del refrito; o, por decirlo con palabras menos hipercalóricas y más políticamente correctas, la del reciclaje. Usar viejos artículos para cumplir con el compromiso de hoy ejerce sobre el pobre articulista, atrapado por los plazos, una persistente atracción. Pero no basaremos en la pereza nuestro elogio del refrito, aunque sea un móvil poderoso.
Partamos, mejor, de una anécdota reciente. Mandé a un amigo un artículo en el que le nombraban, y que me había gustado mucho. Me contestó, cortante: "Es un refrito, los periodistas suelen hacerlos a menudo". Sí, pero el quid de la cuestión es que yo no lo había leído hasta la segunda publicación. El refrito como repesca; he ahí una buena línea de defensa.
Moralmente, además, exige la virtud de la humildad, nada menos, pues el columnista que refríe da por sentado que nadie le lee o que, en el mejor de los casos, nadie recuerda lo que escribió. Este año conmemoramos el 50 aniversario de la muerte de Julio Camba, ese maestro insustituible, que refrió lo suyo. No es casualidad que alguna vez explicara que él escribía tan suelto y desenvuelto porque pensaba que nadie le leía. Esa era también la causa íntima de sus refritos. Sin humildad no hay buen refreidor que valga.
A primera vista, no es mala solución: das una segunda oportunidad a alguna idea buena que tuviste, insistes -por si convences a alguien- recurriendo a la técnica de los políticos, y si escribes en dos periódicos, haces un trasvase solidario contra la sequía de la inspiración, y das de paso ejemplo de aprovechamiento de los recursos.
Cuando vivía mi madre yo no tenía opción. Ella recordaba perfectamente cuanto había escrito en cualquier sitio, aunque hubiesen pasado varios años. Me recriminaba, con un optimismo maternal del que no quise desengañarla: "Todos tus lectores esperamos de ti mayor creatividad". Y eso que no eran refritos talmente, sino alguna repetición de algún argumento, porque seguía pensando lo mismo. O porque se me olvidaba que ya lo había utilizado. Se me olvidaba a mí, pero no a ella.
Ahora, aunque nadie me lee con tanta retentiva, se me quedó la lección. Uno tiene que escribir para su lector ideal, exista o no, y con él no caben trampas de ningún tipo. Por penúltimo, hay una frescura que tiene la idea recién recogida. Los refritos dejan irremediablemente un regusto a nevera. Y por último, cuando uno es un escritor autobiográfico, como es mi caso, y hace un refrito, descoloca al lector, que le lee sobre un pacto de veracidad y retransmisión en directo. Es más emocionante que usted, al leer este artículo, piense: "Pobre Máiquez, lo que le ha costado sacar un tema, y qué cerca ha pasado de colocarnos un artículo de hace dos o tres años sobre los regímenes de adelgazar o la llegada de la primavera? Por lo menos ha resistido el hombre". Y sí, he resistido, por lo menos.
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