Enrique / García / Máiquez /

Elogio del ridículo

Su propio afán

20 de julio 2016 - 01:00

EL verano es, entre otras cosas, la estación de hacer el ridículo. No me refiero ahora al tipo que uno tiene en traje de baño, que en ése, siendo un mal más o menos de muchos, ando consolado, como profetiza el refrán. En los veranos, quizá por la concentración de eventos, por el aturdimiento del calor o porque me expongo más, se concentran en mi biografía los gafes, meteduras de pata, bochornos y trágames, tierra.

Anteayer no más. En invierno, que es una época mucho más seria, me propusieron dar una conferencia en el Aula de Cultura de Vistahermosa y me resistí, porque el año anterior ya había castigado al auditorio. Pero insistieron, y cedí. Escogimos cuidadosamente tema y fecha. Así quedó la cosa.

El pasado lunes intervenía Gonzalo Altozano, e hice de presentador. Pero no me limité a presentarle: estuve diciendo a diestro y siniestro que mi charla ya la daría yo a finales de agosto, ea. El público me miraba y luego al programa de actividades, atónito. Los organizadores iban adquiriendo un rostro cerúleo entre el espanto y el alipori. Por la noche, al ver el folleto, que, con los nervios de presentar a mi amigo, no había leído, comprobé que, sin previo aviso, me había caído del cartel. Ups. Una caída bastante ruidosa, tras tanto bombo y platillo. Me alegré un poco porque no me entusiasma hablar en público y, sobre todo, porque no creo que beneficiase al marco incomparable repetir ponente. Pero recordé milimétricamente (yo, que tan mala memoria tengo) a todas y cada una de las personas a las que glosé con todo lujo de detalles que a finales de agosto disertaría de "La española inglesa", o sea, de Cervantes y de Shakespeare, nada menos. Lo adelanté también desde la mesa, al micrófono, que esta vez, encima, amplificaba a la perfección.

La categoría de esta anécdota es la cruz de una cara idea mía. Sostengo que la vida es una fiesta sorpresa en que todos los invitados somos el homenajeado que lo ignora. El arte, la literatura, el amor, la alegría nos gritan: "¡Sorpresa, sorpresa!", pero tan bajito (tienen una voz muy suave) que no nos enteramos casi nunca. Anteayer fue lo contrario: yo creía firmemente que estaba invitado adonde no, y fui repitiéndolo a troche y moche con un vozarrón inevitable. Aunque quizá no exista tanta contradicción. La vida es una fiesta a veces de carnaval, y uno puede ir disfrazado de Peter Sellers en El guateque (cultureta) sin saberlo.

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