La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
LA profesionalización del "Enseñar al que no sabe", a los que aspiramos a practicar las obras de misericordia y somos profesores, nos desazona. La nómina, ¿no quita mérito a la misericordia? Los restauradores se sentirán igual ante "Dar de comer al hambriento".
Pero hay consuelo. En los momentos más complejos del trabajo, cuando hay que tomar una decisión de esas que no se dejan tomar fácilmente, suele haber alguien que pretende tomar un atajo: "¿Qué dice la norma?" Yo me rebelo ante tamaña demostración de legalismo automático e impersonal. Aunque enseguida pienso que estoy cobrando no por enseñar al que no sabe, que es algo milagroso y gratuito, sino por cumplir las leyes, los decretos, las órdenes y hasta las instrucciones de la Consejería. Siento entonces que me pagan poco.
Esta obra de misericordia explica, además, un misterio. Algunos compañeros me cuentan cómo acabaron de profesores y resulta muy frecuente que llegaran a la enseñanza por azar o necesidad. Viéndolos ejercer, sin embargo, se asiste al evidente despliegue de una vocación auténtica. La vocación de enseñar va implícita -como la de practicar las otras obras de misericordia- en la condición del ser humano. Sea lo que sea que te haya llevado hasta el borde de una pizarra, allí se produce un descubrimiento que es el reencuentro con una vocación inmemorial. Muchos que no son profesores profesionales, pero han dado alguna vez alguna lección, lo han sentido muy claramente.
La llamada a esta obra de misericordia es una llamada universal y es más fuerte, por tanto, que las particulares carencias del que enseña. Hay una tácita defensa de la enseñanza en el proverbio que advierte contra el tonto que se queda mirando el dedo que apunta a la luna. No hay vanidad en la belleza o en la inteligencia supuestas de nuestro dedo cuando lo levantamos para señalar. Es sólo pura urgencia de que los ojos del otro se vuelvan al astro luminoso. Sería una falsa humildad dejar que la humildad verdadera nos callase. Uno tiene que saber que no sabe lo suficiente para enseñar, pero que enseñar lo que se sabe es suficiente.
Sobre todo porque lo más importante que se puede enseñar es el gozo de aprender. Esta obra misericordia es una variante de la regla áurea: hay que amar al prójimo como a uno mismo; y así se enseña al otro, como uno mismo aprende. El requisito esencial del profesor es, en el fondo, seguir siendo un alumno.
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