La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
AL drama del paro o del nimileurismo de nuestros jóvenes se suma su indefensión intelectual. Escucho sus quejas con el corazón roto. Primero, por el drama en sí; y después, por estos estribillos terribles: "¿Para qué estudiaría yo?". "Tengo dos carreras, y fueron una pérdida de tiempo". "Y saber cuatro idiomas ¿de qué me sirve?".
Esas frases, que la desesperación disculpa, son tan desoladoras como el desempleo. Suponen la interiorización de la idea de que la Universidad es una agencia de colocación, los estudios unas oposiciones y los idiomas un mérito en un currículum. La crisis de la Universidad es coyuntural, sí, y estructural, también, pero sobre todo ontológica: ha perdido su esencia. Se ha vendido a sí misma como una fábrica de trabajadores cualificados, mientras arrinconaba o rechazaba sus orígenes, como la Teología o las Humanidades. La Universidad se entregó con fruición a un pragmatismo trufado de titulitis, y por eso ahora los jóvenes no se explican por qué sus flamantes diplomas no les rentan. El utilitarismo se viene abajo por falta de utilidad.
Y se derrumba sobre las cabezas de los inocentes universitarios. Criados en el desdén a los estudios clásicos, al gusto por aprender, al amor a la sabiduría, a las preguntas últimas y al valor del espíritu, su desamparo es doble. No encuentran trabajo, pero tampoco sentido. No ven futuro y no se explican su pasado.
Hace años, mis alumnos de Soldadura, al enterarse de lo que yo cobraba y comparándolo con el sueldo que llegaba a levantar un soldador, se escandalizaban muy solidariamente: "¿Para qué te ha servido estudiar tanto?". Yo les contestaba sonriendo: "Para sonreírme". Estoy convencido de que lo entendieron, porque también ellos acabaron estudiando con ganas esa asignatura de Relaciones en el entorno de trabajo, que para soldar no les iba a servir mucho.
Cierto que aquella conversación la teníamos cuando no había crisis, y podíamos reírnos, porque yo tenía un trabajo feliz y ellos un futuro chispeante; pero la idea, aunque ahora cuesta más explicarla, es la misma. Haber estudiado no te da derecho a un empleo y menos aún a cobrar más. Si alguno, al leer esto dice: "Entonces, ¿para qué sirve?", que no estudie. Aprender, en la Universidad sobre todo, debe ser un bien en sí mismo, un privilegio, un placer intelectual, un compromiso. Luego, todos necesitamos un trabajo, por supuesto, y lo ideal y lo eficiente es tenerlo en el campo de nuestra preparación. Pero si no, uno tiene que estar listo para decir, satisfecho: "¡Que me quiten lo sabido!". Ojalá hablase yo cuatro idiomas, aunque no me sirviesen para nada.
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