La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
DE POCO UN TODO
CUÁNTO proselitismo hacen algunos a los que ofendería cualquier leve invitación por mi parte a la práctica de la confesión sacramental o a la lectura de Wislawa Szymborska. Pero ellos bien que me urgen sin descanso a hacer deporte, a viajar de aquí para allá, a leer best sellers o a practicar pilates. Hasta ahora ha podido parecer que les escuchaba con una vaga sonrisa por santa paciencia o, al menos, por virtud estoica, pero ha llegado el momento de revelar la verdad: les escucho con intenso placer, con un hedonismo salvaje, disfrutando de lo lindo, regodeándome, um, en eso de lo que me he librado.
Me hablan de viajar y me veo haciendo la maleta, cerrándola, cargándola, volviéndola a cargar, arrastrándola… Me veo madrugando para ser cacheado en un aeropuerto. Siento el jet lag de ida y el de vuelta, y el agrio cansancio del regreso, derrengado, empobrecido, con los recuerdos desordenados, buscando a la desesperada alguien a quien contar detenidamente lo bien que me lo pasé y al que enseñarle todas las fotos, todas, todas… Prefiero vivir las experiencias negativas hasta el extremo de su literalidad, o sea, no experimentándolas. No muchas personas -las felices monjitas de clausura y pocas más- han tenido (dejado de tener) tantas como yo.
Este secreto mío no lo confesaría de no encontrarnos en una urgencia nacional, acosados por la crisis. ¿Cuánta buena gente se está viendo abocada, no ya por filosofía pascaliana, sino por economía pura y, sobre todo, dura, a negarse tristemente lo que antes consideraban placeres y calidad de vida? Y no les niego yo que la cosa tuviera sus encantos. Pero ahora nos conviene más, haciendo de la necesidad un lujo, recordar la cruz de aquellas caras, y disponerse a disfrutarlas en la medida de lo posible, esto es, esquivándolas.
Por ejemplo, no está mal una gran comida en un restaurante de lujo, pero está mucho mejor librarse de esos inquietantes minutos de suspense final cuando esperábamos la cuenta, de la pesada digestión subsiguiente y de la sensación de que todo (¡tanto!) fue para nada cuando a las tres horas y media abríamos la nevera de casa con el estómago, ay, el estómago, vacío de nuevo. Uno puede sentarse en su casa con un bocadillo de salchichón y acompañarlo con un delicioso "esto es lo que hay".
La mejor salsa es el hambre, decían el Siglo de Oro, cuando eran unos expertos. No se puede descartar que sigamos ese sendero, pero mientras tanto (y que dure) tampoco es mala salsa la imaginación y ponderar lo mucho que a uno le fastidiaba vivir como un marqués. La sobriedad tiene sus voluptuosidades, que la voluptuosidad ignora.
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