La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
de poco un todo
MI hijo no duerme. Hay padres que buscan el botón de off. Yo no soy tan tecnológico: mientras muevo la cuna al borde de la extenuación recuerdo a un tirano de Sicilia. Si le parece a usted raro, escuche por qué. Cuenta Miguel d'Ors: "Según una variante, que Kierkegaard conoció (o inventó), de cierta leyenda antigua recogida por Polibio, Fálaris, tirano de Agrigento, se hizo construir un toro de bronce, en cuyo interior encerraba a sus víctimas para luego encender una hoguera bajo la estatua. Los estertores de los condenados, por mediación de un hábil artificio, sonaban a los circundantes como música deliciosa".
Qué descorazonador pensar que una buena parte de los inventos de la humanidad se han hecho para reventar al prójimo. Las imágenes iniciales de 2001, una odisea en el espacio lo condensaron con espeluznante belleza: el homínido que acaba de descubrir que con una tibia usada diestramente se machaca de maravilla el cráneo del rival lanza el arma, exultante, al aire, que rodando allí -en una elipsis milenaria que resume todos los inventos de la tecnología militar-, rodando, se convierte en una nave espacial. Incluso Internet, con tantas redes sociales de buen rollito, fue originariamente un invento militar.
Cómo se le ocurrió a Fálaris su terrible toro de bronce y todavía no se le ha ocurrido a nadie una mullida ovejita de plata donde acostar a los bebés y que convierta sus llantos en una música dulcísima que los auto-acune, y acune a los padres, que a esas horas llegan rendidos. Tampoco se le ha ocurrido a nadie usar la arrolladora fuerza que un niño pequeño gasta en patear de fuente de energía arrulladora que, al menos, diese para que la cuna se moviese sola. Para el martirio, ya se le ocurrió a alguien antes de Cristo; para el alivio, todavía estamos esperando.
Hasta aquí la reflexión aconfesional. Ahora, pensando en el Domingo de Ramos que celebramos, haré un comentario religioso, con permiso. Sí hay una manera de que nuestro sufrimiento y angustia se conviertan en música celestial: ofreciéndoselos a Dios. En líneas generales, esa música sólo la escucha Él, aunque favorece al prójimo, que es lo que le gusta a Él. La imagen de muchos costaleros (cocidos como gambas, enlatados como sardinas) debajo de un paso que se mece armoniosamente, como si flotase, al ritmo de "Pasan los campanilleros", recuerda una barbaridad al toro de Fálaris. También convierte el sufrimiento -bien que ofrecido y voluntario- en música y belleza.
O sea, que antes del tirano Fálaris y mucho antes del invento del TBO de mi ovejita de plata autopropulsada, ya Dios había descubierto la transfiguración redentora y gozosa. Esto tiene una cosa buena y una mala. ¿Primero la mala? Pues que para verlo hay que creerlo. ¿Y la buena? Que yo sigo acunando a mi hijo y él sigue llorando a lágrima viva, pero, de pronto, de fondo, no sé, oigo como una musiquilla...
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