Con la venia
Fernando Santiago
Pelotas y chivatos
Su propio afán
Bastaba que nuestros padres nos llamasen por el nombre completo para ver venir de lejos una bronca de las gordas. O todavía peor: que o el padre o la madre se dirigiesen a su cónyuge con cualquier frase que empezara: "Tu hijo…" El poeta José Mateos, con la sensibilidad que le caracteriza, se ha percatado de que cuando tu mujer te llama "cariño" hay que echarse a temblar. "Cariño" puede ser uno de los sonidos más terroríficos que existen. El lenguaje está lleno de avisos, sutilezas y entonaciones que encierran en dos o tres sílabas un mar de fondo (y tormentoso).
Mi hijo de tres años va muy bien de retórica, y peor de equilibrio. Se cae con frecuencia, pero sólo en contadas ocasiones nos informa, muy serio y reconcentrado: "No me ha dolido". Es una ironía en sentido estricto, aunque él no la dice para hacerse el gracioso, sino porque esa vez le ha dolido, al pobre, tan valiente. Otra ironía (¿o lítotes?, ¿o reticencia?) mucho más elaborada que no dicen los niños sino los mayores es: "Lo haré porque eres mi jefe". Tampoco pretende ser un chiste, aunque algo de cachondeo lleva… Basta oír esa frase tan sumisa para saber que el consumado retórico no lo hará. Aunque quizá haya excepciones. Lo que no las tiene jamás es cuando alguien te responde: "Hombre, Enrique,…". Seguro que eso ("hombre", coma, nombre propio, coma) va seguido de la negación de cualquier idea, sugerencia, propuesta o proyecto que hayas expresado antes. "Hombre, Enrique," anuncia una enmienda a la totalidad, envuelta, encima, en una paciencia de santo y en una pedagogía desesperanzada.
Es tan rica la expresión que hasta doy por bueno que me contradigan. Ese "hombre", en particular, es maravilloso. Produce en nuestro subconsciente la idea de que lo que hemos sostenido o explicado escapa a los límites de la sensatez mínima. Es una apelación al sentido común humano, al mínimo común denominador de una inteligencia normal.
Esa carga de profundidad hay que compensarla de algún modo, y para eso viene el nombre propio después, detrás, balanceando la intención. Avisa de que tú en concreto deberías estar por encima de ese nivel de humanidad elemental que esta vez no has alcanzado. Y, por si esta confianza en ti contra pronóstico no fuese suficiente, conlleva un guiño de ternura: el nombre propio susurra que ese interlocutor tan tristemente decepcionado te aprecia bastante en el plano personal, a pesar de todo.
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