Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Su propio afán
Los últimos viajes del Papa Francisco han sido extremadamente valientes. Y, tal como está el patio, el valor es un requisito indispensable para vivir la fe. Fue a Egipto, que es donde sangra ahora el corazón de la Iglesia. Está muy bien ser obispo de Roma, pero el martirio cae a la otra orilla del Mediterráneo, dando el mayor testimonio imaginable. Egipto tiene una maltratada comunidad cristiana copta, ejemplar para el resto de los católicos del mundo, y el Vicario de Cristo en la Tierra ha querido estar con ellos, aunque el viaje entrañaba muchísimo peligro. Para hacer turismo es natural que uno rehúya esas zonas, pero con los hermanos perseguidos hay que estar, y Francisco, asumiendo un riesgo enorme, estuvo, o sea, está.
Yendo a Fátima, con la autoridad moral de su previo viaje a Egipto y ya con la costumbre adquirida de encarar el peligro, ha vuelto a dar una lección de valor. Si en el norte de África, se plantaba junto a los indefensos frente al fundamentalismo, en el occidente de Occidente, se planta frente al relativismo, el escepticismo y al esnobismo de la intelligentsia.
Porque a Fátima ha ido a conmemorar las apariciones de la Virgen a tres pastorcitos. La modernidad aplaude bastante a la Iglesia sus mensajes de amor universal y su tolerancia y sus obras de misericordia, que son suyos, por supuesto, pero no sólo. Y le tolera el rito, que es solemne; y su feracidad artística, extraordinaria, y hasta su alta teología, intelectualmente pasmosa. Eso sí, vale, bueno. La piedad humilde en las apariciones marianas es, en cambio, fácilmente ridiculizable, porque, en su desnudez, pone en evidencia que los católicos creen -creemos- en María asunta al Cielo en cuerpo y alma y aparecible a su voluntad, si tiene que dejarnos algún mensaje. Digamos que el escándalo de la fe minúscula es mayúsculo. La demasiada piedad no suele encontrar por lo general demasiada piedad en el mundo.
Hablando del mundo, el Papa, para remate, lo ha encomendado a la intercesión de María. Y eso al mundo no termina de gustarle un pelo, porque piensa, en el mejor de los casos: "Ustedes recen lo que quieran, pero por mí no intercedan tanto, que yo ya me rasco dando vueltas sobre mi propio eje". Que el Papa haya rogado a Dios mediante la Virgen (aparecida en Fátima) por este mundo nuestro, el de ahora, el actual, ha sido un acto casi de rebeldía. El valor (en los dos sentidos) de estos viajes es innegable.
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