La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
TVE ha sido, durante años, una televisión comercial más, pero de titularidad estatal. Sus estrategias de programación no difirieron de las emisoras privadas, y los argumentos que justifican en Europa la existencia de las cadenas públicas se diluyeron con la degradación de sus programas. Si a ello le unimos el torpe manejo político de sus contenidos informativos, obtendremos un cuadro fácil para el acoso y derribo de TVE por parte de quienes apuestan por su desaparición.
El presidente Rodríguez Zapatero prometió, antes incluso de acceder al Gobierno, un cambio radical y urgente de la televisión pública. Hace de esto más de cinco años. El aplazamiento de las reformas perjudicó las expectativas de los operadores, especialmente cuando el sistema, que debía entrar en soluciones temáticas, se abrió a nuevas emisoras generalistas que rompían la capacidad económica del mercado publicitario. Aunque se registró una ejemplar neutralización política de los informativos de la televisión pública, el grueso de las reformas del sector se fue aplazando hasta que, hace unos meses, el Parlamento abordó la ley del audiovisual.
Desde los tiempos de Felipe González hasta la fecha, los Gobiernos han surcado senderos mediáticos que ellos mismos han abierto con medidas tendentes a la creación o el crecimiento de los grupos de comunicación afines. De este modo se han ido engordando sucesivas opciones que exceden la capacidad de absorción de una población limitada, con el consiguiente empobrecimiento generalizado de la oferta. Además, se han mantenido las prácticas de arbitraje político en las concesiones de licencias al no existir una autoridad sectorial independiente, tal y como exige la doctrina europea.
Ahora, según la nueva ley de financiación de RTVE, aprobada a mediados de 2009, las cadenas del Estado dejan de emitir publicidad, con lo que las televisiones privadas se embolsarán su cuota comercial. Al tiempo, se anuncian fusiones, permitidas por una reciente modificación legal, que reducen a dos propietarios centrales una escena audiovisual que el Gobierno había abierto a cuatro en la pasada legislatura. En su conjunto, una verdadera operación de rescate de la televisión privada.
La cuestión consiste ahora en rescatar la televisión pública. La ley de financiación de RTVE establece que las compañías de telecomunicaciones y las televisiones privadas contribuyan, a través de distintos porcentajes de su actividad mercantil, al sostenimiento de aquella. Esta aportación ha sido contestada por las operadoras de telecomunicaciones, que plantean una batalla legal en Bruselas, donde ya se anuncia una investigación sobre el encaje del sistema de financiación en el marco comunitario, según ha manifestado la comisaria de la Competencia, Neelie Kroes. Independientemente de la legalidad de las opciones previstas, lo cierto es que se sitúa a la televisión pública en un escenario de incertidumbre, muy frágil ante cualquier cambio de coyuntura política.
No se blinda el futuro de la televisión de titularidad estatal, sino que se deja a merced de erosiones que vienen de lejos. La supresión de la publicidad satisface al sector privado, que hablaba de competencia desleal y doble financiación de las cadenas públicas, pero también va a proporcionar, si se cumplen las previsiones, contenidos no condicionados por las exigencias del mercado, esto es, nutrientes llamados a enriquecer la dieta mediática de los españoles. Sin embargo, la retirada de la publicidad no convence a todos. Los anunciantes temen perder hasta un 20 por ciento del público al que van destinados sus mensajes. Una cuestión recurrente en el Reino Unido, donde la BBC, líder en audiencia, no emite publicidad. A finales de agosto del pasado año, James Murdoch, el delfín de News International, lanzó en Edimburgo un feroz ataque contra la televisión pública británica por su actitud "anti-comercial" y el "estrangulamiento del mercado", exigiendo su clausura por "amenaza para la competencia".
El rescate de la televisión pública requiere no sólo garantizar recursos económicos suficientes y sostenibles, sino exigir resultados que mejoren el deficitario panorama del sistema audiovisual español. La televisión pública no puede renunciar, por ejemplo, a ser una referencia en los programas de actualidad y debate, de modo que de respuesta, desde una posición de neutralidad política, al derecho a la información de la población. Aquí, también la BBC muestra una trayectoria ejemplar, resistiendo las presiones de gobiernos laboristas y conservadores, con una credibilidad que, en momentos de crisis, la sitúa ante la ciudadanía como fuente más fiable que Downing Street.
Instrumentalizada por la mediocridad de las prácticas políticas, la televisión pública española está llamada a converger con los modelos dominantes en Europa y a contribuir a la mejora de la fachada cultural del país, tan frecuentemente salpicada por soluciones cercanas al embrutecimiento y al ocio de bajo perfil. La supresión de los ingresos publicitarios en RTVE no debiera ser la antesala de un próximo paso de tuerca en la privatización de un espacio relacionado con las libertades públicas y la cultura democrática. A la vista de cómo queda configurado el nuevo panorama televisivo español, con un Berlusconi dominante, no parece oportuno tirar por la borda la opción de una buena televisión que es, más que ninguna otra, "la nuestra".
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