La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¿Dónde está el listón de la vergüenza?
al punto
EL fin de semana pasado murió Juan Luis Galiardo, un andaluz de San Roque y uno de los mejores actores españoles del teatro, del cine y de la televisión. Juan Luis era grande, muy grande, en lo físico y en lo profesional, y enorme como ser humano. Exhuberante, desmedido, grandilocuente, generoso y luchador, y conservó las ilusiones profesionales, el empuje vital, hasta el final. Lo recuerdo paseando una noche por las calles de Almagro, donde representaba, en el festival de teatro, El avaro, de Moliére, un proyecto personal de principio a fin, porque hasta la producción era suya. Me contaba entonces lo que quería hacer en los próximos diez años, mientras nos fumábamos un cigarro disfrutando de lo que no debíamos hacer.
Tenía una madurez espléndida, porque había aceptado el no ser ya el galán guaperas de los años setenta, y estaba reconciliado consigo mismo, después de un proceso largo y doloroso. Pero todavía seguía siendo un aventurero, porque, para él, el riesgo era la vida y la rutina era la muerte. En esta etapa era muy distinto al Galiardo que yo había conocido, a principios de los setenta, cuando estrenó en Córdoba Los buenos días perdidos de Antonio Gala. Quedé con él para hacerle una entrevista y terminamos viviendo una larga noche de farra y confidencias, en compañía de Manolo Galiana.
Aquellos eran otros tiempos, pero cuando volví a coincidir con Juan Luis, al cabo de muchos años y muchas experiencias por ambas partes, me dí cuenta de que aquel galán con una pizca de chulería se había convertido en un extraordinario personaje, porque había sabido utilizar, con inteligencia y corazón, el cincel de la vida, que le había brindado grandes triunfos y sonoros fracasos, con vivencias dolorosas y alegrías insospechadas. Era ya un Galiardo muy distinto, pero seguía teniendo, además del impresionante vozarrón de siempre, la misma mirada ilusionada y el mismo gesto pícaro. Le gustaban la provocación y la sorpresa y era capaz de meterse, y meterte, en una situación comprometida y salir de ella con aplausos o palmaditas de afecto en la espalda, en cuestión de un minuto. En el trato con la gente, él jugaba en otra división.
También era sincero, tremendamente sincero, algunas veces atemorizadoramente sincero, porque no entendía ni de tapujos ni de diplomacias. Así lo recuerdo, hablando de él, y de todo, cuando compartimos el programa Ser andaluces, bajo la dirección de Fernando Pérez Monguió, también gaditano, también figura. En resumen, que Galiardo era mucho Galiardo, incluso para sí mismo. Por eso, su muerte ha sido un golpe, pero me alegro de que, hasta el final, conservase genio y figura. La decadencia no iba con Galiardo.
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