La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
de todo un poco
ME pregunta una amiga qué malo ha hecho Goya para tener que dar nombre a lo del cine español. A bote pronto, no sé. Mejor llamarla la gala de los Wert y dar, en vez de estatuillas, una perilla de boxeo con la cara del ministro: sería todo más directo. Sin embargo, contemplo más tarde el chim-pam-pum que se traen unos y otros en las redes sociales y en las columnas de los periódicos, y lo veo claro. Goya retrató la gala del cine español en su famoso cuadro de dos propios dándose de palos con las piernas enterradas en tierra.
Lo segundo más característico de la gala de los goyas es el slapstick de los golpes de media España a la otra media, propio -ese humor de cachiporra- de los estadios rudimentarios, precisamente, del cine. Y lo más característico es, poniéndonos más franceses, la intensa sensación de déjà vu que dejan esos golpes, tan repetidos todos los años, como un rito fijo. La genialidad de Goya son los pies enterrados en tierra de sus contendientes: la inmovilidad de su violencia mutua. Nada más que por ese cuadro ya merece él apadrinar nuestro cine.
Tampoco hay que dejar de notar en la escena goyesca la total indiferenciación de los dos mozos, tal para cual, zumbándose en un casi abrazo rudo, pero abrazo al fin. Solemos notar que el mundo del cine español (perdonen el oxímoron, mundo y cine español) es tendencioso políticamente, pero una derecha que, pudiendo pasar la noche leyendo a Nicolás Gómez Dávila, que este año celebra centenario, se sienta frente al televisor a ver la famosa gala, ¿no se merece los golpes? Eso tiene el masoquismo.
Yo no quería verla, y no la vi, que soy más de Velázquez que de Goya, pero luego no me ha quedado más remedio que escuchar el eco de los golpes, sufrir el vídeo de Candela Peña, y enterarme de la trágica muerte de su padre. La muerte la siento mucho, y acompaño en el sentimiento a la actriz; aunque, ante su intervención, lo que se siente, sobre todo tras el desmentido del hospital a la cuestión de las mantas y el agua potable, es cierta vergüenza ajena y mucha lástima por el señor Peña. Se aprovechó su muerte para una apresurada reivindicación que, mezclada con la felicidad por el premio, lo del hijo salido de las entrañas (¡enhorabuena!) y la petición de trabajo, resultó un tanto atropellada. Y se convirtió en el símbolo del peor mal que aqueja al cine español. ¿La politización? No, no, ojalá: la sobreactuación.
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