La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
Envío
DEBE ser descorazonador para los herederos de casi trescientos años de lucha sin cuartel contra la hegemonía cultural de la Iglesia comprobar que cuando por fin has conseguido vaciar los templos y descristianizar a una parte notable de la población, ésta se entrega en masa, como muestra de su nueva libertad frente al fetichismo religioso, a un fenómeno neopagano de la catadura estética y moral del llamado Halloween. Ciertamente, para este viaje no se necesitaban las alforjas bien surtidas de un Voltaire o un Nietzsche, de un Freud, un Marx o un Bertrand Russell. Ni siquiera las de un Dawkins o un Savater.
Y es que cuando tan pertinaz y sañudamente se niega y combate a un Dios que se ha revelado como fuente de todo bien y belleza, de vida y alegría, para poder excluirlo radicalmente y escapar por completo de su esfera no queda más remedio que introducirse en las regiones en que impera aquello que exalta y atrae el mal y la fealdad, la muerte y esa total contraria de la alegría que es la tristeza que sucede al desenfreno. Y todo eso, aunque a menudo se presente como un simple disfrazarse, es Halloween, más ese estilo mamarracho que constituye el signo indeleble de nuestro tiempo. Un producto degenerado y mercantilizado a partir de una tradición que nos es ajena, monstruosa deformación y antítesis de todo lo que en nuestra cultura se ha relacionado con la fiesta.
A estas alturas de la columna, incluso algunos amigos, habituales lectores, pensarán que, definitivamente, a Rafael se le ha ido la olla. ¿Qué de malo puede haber en que amantísimas mamás, de cuya ternura no se puede dudar, vistan a sus niños de esqueletitos, fantasmas o brujitas? Aun prescindiendo de que esa es la faceta menos horrible del fenómeno, pues existe un Halloween para jóvenes y adultos cretinizados que es mucho peor, a los padres debería exigírseles, antes que estar a la moda y docilidad para secundar las tontunas del cole, un poco de cabeza. Y es que introducir a sus hijos en la familiaridad con mundos siniestros que les alejan de todo lo que es bueno, bello y verdadero sin pensar por un momento en las consecuencias es una frivolidad pero, sobre todo, una estupidez. Y deberíamos saber que no siempre la maldad, pero sí la estupidez, se acaba pagando más pronto que tarde. Con sus ojos y en sus hijos, si no espabilan, me temo que lo verán.
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