Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
Su propio afán
PERPETRÉ una impertinencia. Un maestro empezaba una argumentación afirmando: "Aunque todos somos pacifistas...". Le interrumpí: "¿Pacifista yo? Ni por pienso". Él iba a defender el uso de la fuerza en determinados supuestos y sus ventajas humanitarias, pero yo, que soy pacífico y por eso, no quería la etiqueta de pacifista ni a efectos retóricos. Creo en la fuerza como sostén de la justicia, y en la dialéctica como vía hacia la verdad, y hasta en el enfrentamiento como factor lírico, que da carácter épico a la vida.
Razón por la cual estoy encantado con la propuesta de oponer al Halloween el Holywin. Basándose en la fiesta de todos los santos, sacándole jugo al juego de palabras y recogiendo el gusto infantil por disfrazarse, pretende cambiar zombies por santos. No traiciona el origen de la fiesta y nos pone igual ante la realidad post mortem, sólo que esperanzada.
Los rendidos de antemano verán imposible luchar contra el imperialismo del marketing y la moda. No sé. La gracia de la épica, en todo caso, está en plantarle cara a lo imposible. Y los zombies, por suerte, tienen algo monótono con su mal color, sus ropas raídas, sus andares distorsionados y la sangre tan reseca. Los santos permiten más variedad, desde el humilde Martín de Porres, si uno quiere echar mano del tizne y la escoba, hasta el boato de un san Gregorio Magno, pasando por intrepidez de santa Juana de Arco o la gracia de una santa Teresa de Jesús, patrona de los escritores en prosa.
El escéptico me dirá que minusvaloro el predicamento de lo gore. Qué va. El santoral le moja la oreja (en sangre) a zombies, brujas y vampiros. Hay apedreados (san Esteban), asaeteados (san Sebastián), despechadas (santa Águeda de Catania), abrasados (san Lorenzo), despellejados (san Bartolomé), etc. En el mundo beatífico también corre la sangre, con la diferencia de que es semen christianorum, además.
Para mi hijo, su patrón san Enrique tiene un enorme atractivo, con su espada y su suntuoso abrigo de armiño. Pero se ha enterado de que existió san Enrique Walpole, y que se convirtió fulminantemente cuando le salpicó una gota de sangre de Edmund Campion, cuyo martirio había ido a curiosear, el muy frívolo. Se ordenó jesuita y la reina Isabel de Inglaterra le cortó el pescuezo en cuanto le echó mano. Ahora duda entre disfrazarse de emperador del Sacro Imperio o de decapitado isabelino. Los zombies no dan tanto juego.
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