Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
de poco un todo
UN matrimonio tenía un enconado problema de convivencia. Durante la semana el marido trabajaba duro soñando con el pudin de los sábados. Su mujer le preparaba, por eso, una gran comida, pero tan grande que, cuando llegaba al anhelado pudin, el hombre ya no tenía hambre. Él le pedía entonces que la próxima vez sirviese primero el pudin, mas ella se negaba porque el pudin siempre ha sido un postre. Acudieron al rabino, que les dijo, tras ponderarlo detenidamente, que la mujer haría dos, uno para servir antes, y otro para servir, como toda la vida, al final. La solución convenció a ambos y vivieron felices y comieron pudines.
Este cuento jasídico viene que ni que pintado al asunto del matrimonio homosexual. Nunca se estuvo tan cerca de un gran acuerdo social. ¿Por qué? Porque mientras que unos alcanzaban la anhelada equiparación de derechos con el matrimonio, otros sólo pedíamos que no se le llamara "matrimonio". Era una cuestión nominal, nada más, pero en la que se empeñaron lo mismo los defensores del matrimonio homosexual al no concederla. A los partidarios de "uniones civiles" o similar, nos amparaba la tradición ininterrumpida y universal y, además, el texto del artículo 38 de la Constitución: "El hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio".
La cuestión, como se sabe, se enconó, y llegó al TC. Éste debía haber actuado como el sabio rabino y haber declarado la armoniosa coexistencia de dos postres. Pero ha preferido hacer de Humpty Dumpty: "Cuando yo uso una palabra -insistió Humpty Dumpty con un tono de voz más bien desdeñoso- quiere decir lo que yo quiero que diga..., ni más ni menos". "La cuestión -insistió Alicia- es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes". "La cuestión -zanjó Humpty Dumpty- es saber quién es el que manda..., eso es todo". Y ahora todo es "matrimonio".
Se perdió la oportunidad, quizá porque para muchos lo importante no era el reconocimiento efectivo de derechos a las parejas homosexuales, sino la imposición de un orden nuevo a todos. La alegría agresiva con que algunos han recibido la sentencia, acompañándola de acusaciones de intolerancia y homofobia a los que pensábamos lo contrario, entre los que se cuentan, por cierto, conocidos homosexuales, invita a sospecharlo.
Con todo, la oportunidad esta venía con trampas. De haberse optado por los nombres diversos, habríamos concluido que nuestra legislación civil es muy respetuosa con el matrimonio católico. Y desde hace mucho no lo es: no ampara nuestro compromiso por la indisolubilidad. Además habríamos aceptado la total equiparación de derechos entre parejas homosexuales y los matrimonios, con la excepción del nombre. Y eso no es equitativo, porque realidades distintas exigen normas distintas, sin discriminar a nadie ni negar los derechos propios a cualquier tipo de unión. En verdad, contrariados estamos mejor.
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