Rafael Padilla

Iglesia y crisis

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26 de febrero 2012 - 01:00

LA noticia puede parecer intrascendente, pero revela la necesidad de que la jerarquía de la Iglesia empiece a hacer oír su voz -nítida, valiente y evangélica- frente a la pavorosa crisis que sufrimos. El joven obispo de Solsona, consciente de la eficacia pedagógica del ejemplo, se ha rebajado su sueldo un 25% (va a ganar unos 900 euros) y se propone destinar el 10% del presupuesto del obispado (en torno a 300.000 euros) al Plan de Ayuda Social de Cáritas Diocesana.

Además, monseñor Novell no enmudece a la hora de identificar culpables. Para él, los banqueros, los mercados y la versión más despiadada del capitalismo están en el origen de esta monumental locura. A ellos les atribuye la diabólica habilidad de habernos introducido en una espiral consumista insostenible y arrastrado -engañoso canto de sirena- a vivir muy por encima de nuestras posibilidades. Eso, para ganancia de los menos, es lo que, al cabo, hicimos: ciudadanos y administraciones públicas hemos hipotecado estúpidamente nuestro futuro y el de nuestros hijos.

Su actitud no debería ser insólita en la Iglesia española de hoy. Ésta, lo sé, no es el Gobierno, ni puede pretender sustituirle. Y tampoco sería sensato, porque la Biblia no es un Tratado de Economía, exigirle el diseño de soluciones inmediatas a los problemas económicos. Pero sí necesitamos de ella denuncia e implicación. Lo primero supone desenmascarar la iniquidad de los poderosos. No basta -El Vaticano lo hizo a finales de 2011- con sugerir utópicos gobiernos universales: como Jesús, hay que desvelar, sin falsas caridades, el rostro de los malvados, señalar sus crímenes sociales y reclamar que no acaben amparados en la impunidad. A Cristo lo crucificaron no por sus milagros o por su amor hacia los pobres, sino porque se atrevió a maldecir a estafadores, canallas e hipócritas.

Lo segundo, la implicación, demanda orientar, desde la dignidad de nuestros principios, con ideas y con acciones, los durísimos tiempos que vienen. Obviamente tendremos que acompañar a las víctimas y dulcificar, incluso hasta lo imposible, su escandaloso infortunio. La Iglesia está obligada a poner todos sus recursos al servicio de una sociedad que se desmorona, Y, si no se quiere desmentir el mensaje, todos son todos. No ha de faltar tampoco una luz visible y franca que preserve el hilo de la solidaridad: cualquier iniciativa de recorte, la formule quien la formule, debe ser analizada, enjuiciada y, si es el caso, combatida, según sea justo o injusto el reparto de sacrificios. A la Iglesia, al fin, legitimada por sus hechos, le incumbe la gigantesca tarea de ayudarnos a emprender un desarrollo viable y común, sin cadáveres útiles ni horizontes robados.

Los días que llegan lo pondrán todo en entredicho. Y tanto la vigencia mantenida de la buena nueva, como la sinceridad y el coraje de sus apóstoles y seguidores, desde luego no constituirán una excepción.

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