La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
la tribuna
UNO de los conceptos que ha tomado gran auge en el análisis de los rendimientos escolares es el ISC, o sea, el índice social y cultural. En ello ha tenido mucho que ver la aplicación de pruebas externas (PISA, pruebas de diagnóstico), y el hecho de poner en correspondencia los resultados de las mismas con ciertas variables del contexto en el que se mueven los estudiantes. El ISC no es más que la reducción a un número de las características sociales y culturales de los alumnos: nivel de estudios de los padres, posesión y uso de bienes culturales (por ejemplo, número de libros que hay en la casa), situación laboral, atenciones que se prestan al niño, etc.
Ya es muy meritorio que algo tan complejo y de tan intrincada interacción pueda ser reducido a un número y que, a partir de ese número, se pueda decir que las condiciones socioculturales de un alumno o de un centro son el doble, el triple o la mitad que las del otro. Pero con el ISC se hacen piruetas mayores. Por ejemplo, calculan qué rendimientos diferentes hubieran obtenido los centros si en lugar de tener alumnos con un determinado ISC sus escolares hubieran sido otros. De este modo, aventuran qué nota sacarían los centros públicos si tuvieran a los alumnos de los concertados, y viceversa. A mí esto último me suena a solemne memez, y me recuerda aquello de que si tía Enriqueta no tuviera ovarios sería tío Enrique.
No entiendo que se le atribuya al mencionado índice tanta influencia en los resultados escolares, y al mismo tiempo los analistas y evaluadores no le otorguen ninguna a los centros o al trabajo de los docentes. Parece como si la escuela fuera un factor neutro, en la que los niveles de aprendizaje que alcanzaran los niños dependieran exclusivamente de su extracción social. Si aceptamos esto, el paso siguiente será que el ISC se convierta en la coartada que ampare los bajos rendimientos de los centros. Ya se han dado casos. En una ocasión le hice ver a un director de un centro las muy bajas calificaciones que habían obtenido los alumnos en una evaluación. Me contestó que no eran malas, sino al contrario: de acuerdo con el ISC de su alumnado deberían haber sido peores.
Las concepciones previas, las creencias, tienen una influencia determinante en el trabajo que se desarrolla a continuación. Diseñar un edificio supone conocer el fin al que se va a destinar y el nivel de calidad del mismo: no se hacen las cosas igual si se trata de hacer un hotel o una segunda residencia, y en el caso del primero, si es de lujo o es estándar. La calidad del diseño, por tanto, depende mucho de las concepciones previas que se tengan. Por eso sería peligroso que se interiorizara en los profesores la creencia de que las posibilidades de los alumnos están limitadas por su procedencia.
No se diseñan igual los procesos formativos y de enseñanza cuando se piensa que éstos los van a protagonizar unos u otros alumnos. No se juzgan igual los progresos y los esfuerzos de los escolares en uno y otro caso. En los IES públicos se remarca mucho el bajo nivel de los alumnos, el escaso interés de las familias, la nula atención que prestan a las indicaciones del centro, la indiferencia con que acogen las recomendaciones de los profesores. No se habla de sus potencialidades o capacidades, que algunas tendrán, sino de sus limitaciones. Claro, así todo lo que se haga es mucho, aunque se haga muy poco.
Habría que cambiar este estado de cosas. El ISC no se puede convertir en la panacea que explique y justifique el bajo nivel de aprendizaje de los escolares. El profesor, el maestro, por definición, tiene que partir de la idea de que los niños son muy capaces y van a aprender. Así se aumenta la confianza de los alumnos, y se introduce un factor de crecimiento y desarrollo del docente: buscar como primera causa en los fallos de aprendizaje una insuficiente o inadecuada práctica profesional.
Es cierto que a veces las circunstancias que envuelven a los alumnos no son las más favorables. Pero entonces hay que contemplar al niño como una simiente humana plantada en terreno equivocado y sin jardinero que la riegue y la cuide. Pero una simiente humana cuyas posibilidades de desarrollo las lleva dentro de sí, en su código genético, y no son una consecuencia directa y fatal del ambiente en el que se desarrolla o del terreno en el que la han plantado. El colegio o el instituto les va a dar la posibilidad de tener otro suelo, con mejores nutrientes y con alguien que sí se cuide de sus necesidades.
El educador tiene que creer en las posibilidades del ser humano y en la capacidad real que él posee para influir positivamente en su evolución. La conducta del aprendiz se ha de juzgar en relación a lo que hacemos con él, y no como la inexorable ejecución de un destino imprescriptible que, como un río impetuoso, llevara al niño al lugar al que lo destina su índice sociocultural.
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