Crónica personal
Pilar Cernuda
Trampa, no linchamiento
Su propio afán
HA sido un acierto del Ayuntamiento de Jerez presentar el proyecto "Jerez Beach" en plena ola de calor y coincidiendo con la feria. Estando los jerezanos bien cocidos (por las temperaturas, me refiero) y dando vueltas sin fin por el Parque González Hontoria, justamente donde irán las piscinas y la arenita para tumbarse, no pueden sino recibir alborozados (y alberizados) la propuesta municipal.
En el resto de la provincia hay división de opiniones. División dentro de cada opinión, quiero decir. Los jerezófobos tendrán querencia a ver en esto un caso más de la clásica hybris jerezana, empeñada en alcanzar lo que no quisieron los cielos que Jerez tuviese sino en la época primitiva, cuando había una orilla en San Telmo. A cambio, se alegrarán, supongo, de que los jerezanos se queden en la flamante "Jerez Beach" y no se desplieguen sobre Valdelagrana y otras playas. Los jerezófilos, por nuestra parte, tendremos que renunciar apesadumbrados a tan amena compañía, aunque nos sacrificaremos gustosos si eso evita algún percance. En un exhaustivo trabajo de investigación, tras sumergirse en las hemerotecas, el erudito Luis Suárez Ávila, ha comprobado que los ahogados de nuestras playas han solido ser siempre, mayormente, vecinos de Jerez.
Para los chestertonianos irredentos, hay un motivo indiviso de alegría. El maestro se quejaba de que a la democracia le hubiese dado porque el duque de Norfolk fuese igual que todo el mundo en vez de hacer que todo el mundo fuese igual que el duque de Norfolk. Y "Jerez Beach" pone al alcance de la gente el lujo aristocrático de uno de los antepasados de Manuel Domecq-Zurita, de cuyo nombre no logro acordarme.
Ese señor, que tenía la muy elegante costumbre de evitar el turismo a toda costa, se hizo instalar en un salón del palacio de Campo Real unas bañeras. En una puso el cartel "El Puerto de Santa María"; en otra, "Sanlúcar de Barrameda"; en otra, "Conil de la Frontera"; en otra "Zahara de los Atunes"… Se hizo traer arena de cada lugar para hincar allí los carteles y la sombrilla y tender las toallas. Las mañanas de verano, durante el desayuno, afrontaba, hamletiano, la duda: "¿Adónde iremos hoy?". Tras unas angustiosas reflexiones, sopesando los vientos de ese día y las ventoleras de la moda, tomaba una meditada decisión. Pasado ese trance, ya todo era más fácil. Sólo había que fijarse bien en los carteles para no confundirse de playa.
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