La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
EN un trágico accidente de moto, ha muerto Joselo Ballesteros, con poco más de veinte años, en Madrid, a punto de terminar la carrera de Farmacia. Lo sucedido nos deja inermes. Yo le tengo rabia al tópico que dictamina, como si fuese algún consuelo, que siempre mueren los mejores. Parece, más bien, una invitación a ser un poco menos buenos y, además, no hay que adular a la desgracia con hipérboles. Sin embargo, mis prejuicios y resistencias se desmoronan hoy como un castillo de arena. Joselo era el mejor.
Era muchísimo más joven que yo. Lo cual entraba dentro del orden de las cosas, porque su familia y la mía tienen una amistad de generaciones en la que andamos escalonados, como barajados por una mano experta. Su abuelo Eduardo era bastante más joven que el mío, Joselo más que mi padre y yo era mucho mayor que Joselo hijo. Esto hace más fuerte nuestra vieja amistad, como trenzada con los eslabones cruzados, transversales, de una cadena. Joselo padre, cuando yo era un preadolescente y él el flamante subcampeón de Andalucía de patín catalán a vela, me enseñó a navegar; y ahora no sé qué me emocionaba más entonces, si los secretos de dirigir el barco con el peso o si entrar y salir de la playa con tan prestigioso maestro.
Yo, a su hijo, no le enseñé nada. De él también aprendía. Y lo admiraba. Tenía el don de la naturalidad y la simpatía. La diferencia de veinte años qué importaba. Nos saludaba siempre con una sonrisa franca, la mano tendida, una conversación directa y un aprecio palpable: sin tomarse confianzas, pero sin hurtarlas. También era así con sus padres: ni un asomo de conflicto generacional. Daba gusto verle con ellos. Yo pensaba: así quiero a mis hijos, sin las poses teledirigidas de la rebeldía. Siendo tan cariñoso, no era nada ñoño ni mimado. Y del mismo modo que con los mayores, con los menores. Alguna vez lo vi en el Club Náutico enseñando a pescar en los pantalanes pacientemente a los pequeños. Los trataba igual: de igual a igual.
A alguien así, qué fácil saberlo en el Cielo en el que creía con la seguridad de todos sus actos. Yo no puedo quitarme de la cabeza la imagen de verlo entrar con pie firme y sonrisa abierta: ni medroso ni tontamente tímido ni apocado ante el coro glorioso de los ángeles y los santos. Y, con la reverencia exacta, como él sabía, guardando todas las distancias, menos las del amor, se habrá abrazado a Dios de igual a Igual.
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