La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
Cuando no tienes trato personal con alguien que muere con una vida cumplida en años y obras, se percibe sobre todo, de un modo casi físico, su entrada en la inmortalidad. La pena no te empaña la mirada, como en los casos cercanos o en las vidas cercenadas. Me ha pasado con Carmen Laffón. Sus pinturas aquí se quedan, imperturbables, como la superficie azul y dorada de un mar muy hondo o un río que fluye y no cambia.
Nuestra deuda con la pintora es grande. Porque, con todo el lirismo de su pintura, consiguió algo épico: salvó nuestro tiempo. Hizo un arte absolutamente moderno, pero sin renunciar ni a la belleza ni a la verdad ni a la bondad, tan a flor de piel en sus lienzos. Nos hizo ver que ser de este tiempo no implicaba echarse en brazos del nihilismo de la abstracción, esa soberbia que da palos de ciego, o del mercantilismo obsceno o del intelectualismo artístico del bla bla bla. Y que tampoco era imprescindible refugiarse en la nostalgia del pasado o en un hiperrealismo que hipervalorando la apariencia de la materia la deshumaniza, haciéndola igual de ciega que la pintura abstracta. Le roba en su objetividad suicida lo que tiene de sentimiento.
Carmen Laffón nos enseña que existe otra modernidad, como dijo de Ramón Gaya Miriam Moreno. Sin renunciar a las lecciones de la historia del arte y a las posibilidades abiertas por las vanguardias, sabe rendirse a la belleza, no como un esclavo suyo, sino como un enamorado. Por eso, ambas pinturas, Gaya y Laffón, son tan bondadosas y, por tanto, silenciosas. Es tentador hacer una analogía entre ambos. Muy velazqueño, Gaya; tan Murillo, nuestra Laffón. Más dulce, más sevillana, pero con la misma categoría en el fondo de la obra.
Son cuadros que uno desearía tener en su casa y, más aún, tener una casa digna de acogerlos. Nos pasa con el alma: recoge las pinturas de Carmen Laffón incluso con la gran exigencia de dignidad que llevan aparejadas.
No es casual que ella siguiera trabajándolas incluso cuando ya las había vendido. Es una obra delicada, deshecha de emoción, a punto de decir la última palabra. Esa manera de entender el arte nos interpela, como la de Gaya, a seguir transformando el mundo que vemos, al que falta nuestra emoción para ser completo, no terminado, sino pleno. Sus cuadros sí la extrañarán, pero, para nosotros, no será difícil mirar el paisaje y el tiempo con la lección de su mano, tan de ahora y eterna.
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