Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Ramón Castro Thomas
Su propio afán
Si dices Límites a un borgiano, automáticamente te responderá con algunos versos del poema homónimo de El otro, el mismo (1964), tal vez éstos: "Hay entre todas tus memorias, una/ que se ha perdido irremediablemente;/ no te verán bajar a aquella fuente;/ ni el blanco sol ni la amarilla luna". Yo siempre preferí el otro Límites de Borges, publicado antes, en El hacedor (1960). Dice: "Hay una línea de Verlaine que no volveré a recordar,/ hay una calle próxima que está vedada a mis pasos,/ hay un espejo que me ha visto por última vez,/ hay una puerta que he cerrado hasta el fin del mundo./ Entre los libros de mi biblioteca (estoy viéndolos)/ hay alguno que ya nunca abriré./ Este verano cumpliré cincuenta años;/ la muerte me desgasta, incesante".
No tendré que esperar al verano para cumplir cincuenta años, ni a mañana, y, con la perspectiva de los años, he descubierto que el centro de emoción de este poema está en esa cifra. Mucho más que en la idea, tan patética, de todo lo que no volverás a hacer nunca aunque lo ignoras. Más que los límites, importa la línea, que he cruzado. Hay un eco del dantesco In mezzo del cammin de nostra vita, pero pudoroso, porque, con cincuenta, más nos vale no ponernos demasiado aritméticos.
Los límites también los veo, claro, pero los celebro, porque cuando me paro a contemplar mi estado me pasa como a Garcilaso: "hallo, según por do anduve perdido,/ que a mayor mal pudiera haber llegado". Todavía diría más: no se me ocurre mayor bien al que pudiese haber llegado, la verdad, y doy gracias.
Celebro los límites, incluso. Hay bastantes cosas de ésas que no volveré hacer que, uf, menos mal. Sin recordar alguna línea de Verlaine puedo pasarme, pero cuánta esperanza ahora en madurar. Seguro que hay algún espejo en el que no me vuelvo a ver, vale, y no es tan grave, porque me veo gordo en los espejos, pero ojalá deje de verme en el espejismo de creerme un jovenzuelo. Este artículo lo estoy escribiendo ayer y todavía estoy en esta dilatada adolescencia. Que me proteja el prestigio prestidigitador de los números redondos y la muralla borgiana de los límites para ver si me encaramo por fin a la madurez.
El mismo Borges escribió lo mollar de su obra poética a partir de los cincuenta (de los sesenta en realidad), y Jiménez Lozano, y Mario Quintana. Desde chico, confié mucho en el señor sopesado y sesudo que sería, pero cuánto estaba tardando.
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