Con la venia
Fernando Santiago
Pelotas y chivatos
Su propio afán
De vez en cuando, en alguna reunión, ya tarde, alguien, con voz de víctima, confiesa que la buena educación supone un hándicap -una tara- para la vida moderna. Facilita que los bárbaros nos pasen por encima, nos pisoteen o, como mínimo, se nos cuelen en la cola de la pescadería. "A estas alturas", se resigna, "qué puede hacer uno, si lo lleva en la sangre, pero…" El resto de los presentes pone cara de por-supuesto-yo-lo-mismo y se declara pisoteado con muchísima frecuencia, ¡faltaría más! Llama la atención lo rápido que todos nos contamos en el número de los irremediablemente educados. Todavía más: de los exquisitos hasta el martirio.
Dejemos, por la cuenta que nos trae, la investigación de hasta qué punto cada cual es educado de verdad. Centrémonos en la cuestión importante: las buenas maneras, ¿son un infortunio? Tan contraproducentes no serán. Por darwinismo social, primero. Si la buena crianza fuese una discapacidad, habría desaparecido de un mundo salvajemente competitivo. Cierto que la delicadeza es escasa y parece siempre a punto de quebrarse, pero no desaparece nunca. La segunda razón es sentimental: todos queremos educar con finura a nuestros hijos. Si fuese tan malo como decimos, no los abocaríamos a tamaña desgracia.
La buena educación, si es buena, porque también existe la buena educación mala, que encubre como nada las intenciones dañinas, si es buena, digo, no puede significar ninguna ventaja de por sí. Tomar ventaja no es propio de un caballero. Pero sí evita los gravísimos inconvenientes que derivan de la mala educación. Ésta puede servir para colarte una vez en una fila o para echar la pata por alto. Y ya. A medio plazo, te descalifica. Y da la cara más pronto que tarde, porque, como avisaba Oscar Wilde, la educación es lo primero que se pierde cuando no se tiene. Resultar ofensivo es lanzar un boomerang que de inmediato se vuelve contra uno.
Aunque también hay una mala buena educación, contra la que hay que estar muy alerta. Es aquella tan evidente que pone en evidencia al prójimo, y lo incomoda; la que no sabe tener, para no encorsetarse, su pizca de sprezzatura, como prescribían los renacentistas, o de freedom of manners, como aspiran en Inglaterra, o de gracia, como preferimos nosotros. Una elegancia satisfecha no satisface. Presumir, ni para lamentarse; ni para lamentarse siquiera de lo extremadamente duro que supone, ay, ser tan educado.
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