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Su propio afán
LA infancia de Rufián tuvo que ser tremenda. Como ustedes son personas sensibles y delicadas, no traten ni de imaginársela. A Rufián hay que quererlo o, si no se puede, disimular. Aplaudirle algo, mimarlo siempre, decirle: "Arsa, chaval, ánimo". Aunque sea fácil y él haga méritos, meterse con él es abusar. Necesita cariño. Tardá hace lo que puede, pero él también carga con lo suyo y no es suficiente. Fíjense cómo Rufián suplica alguna carantoña de Pablo Iglesias y de Xavier Domènech. Quiere ser su colega.
A menudo, desde el nacionalismo se ha acusado a éste o aquél de "fábricas de independentistas". Si se trataba de hacer cumplir la ley o se recordaba la historia como fue o se hablaba de la igualdad de los españoles, enseguida nos advertían que las fábricas de independentistas se ponían a pleno rendimiento. Ya, ya. Yo siempre sospeché que no hay mejor fábrica de independentistas que los independentistas queriendo ser prefabricados. Ahora, en cambio, me pregunto: ¿qué fábrica manufacturó a Rufián? La ingeniería no tuvo que ser sencilla, desde luego. La metáfora tiene, advertiré de paso, una connotación más que interesante: los independentistas no nacen, se hacen en un proceso industrial, esto es, artificial, contaminante y, en el caso que nos ocupa, seguramente doloroso.
Pero si hablo de las fábricas es, sobre todo, porque Rufián debe de ser, si mi alipori no me confunde, una fábrica de españolistas a todo trapo. Soy independentista y lo veo hablar en la tribuna, echándose sal en sus heridas, repartiendo estopa para aliviarse, y yo me echo a la calle con un cartón pintado con un "No me representa" o, mejor, un "No me dejéis con éste" o, aún mejor, "Pobre".
Hay que darle una ración doble de cariño. Una, por su probable infancia. Comprenderlo todo es perdonarlo todo y todo eso. Y otra por su pre-adolescencia, esto es, por su estado actual y sus benéficos efectos colaterales. No se me ocurre un arma más eficaz contra el independentismo. El Tribunal Constitucional no vale ni medio Rufián. Un Rufián, medio Rufián, dos Rufianes, medio Rufián, y así seguiría, espoleándole.
Lo último que tendría que hacer un español de bien es reírse del hombre, que ya habrá sufrido bastante y todavía ha de servir a la patria. Es verlo de negro, con la mirada baja, esquinada, con su verbo moroso, morado; y sentir una presión en el corazón que me parte el alma. Adoptemos al señor Rufián.
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