La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
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EN estos últimos días se han empezado a oír y leer con fuerza creciente explicaciones sobre los orígenes de la corrupción sistémica que aqueja a nuestra democracia que hasta ahora se evitaban por inconvenientes. Se incide ahora de forma neta en la denuncia de la vieja tolerancia con las corruptelas y escándalos que, casi desde el primer día, afectaron a los partidos políticos por miedo a que su esclarecimiento hasta las últimas consecuencias pudiera perjudicar al todavía inestable régimen de libertades. Una especie de inexistente pero sumamente eficaz "Ley de Defensa de la Democracia" protegía, de hecho, conductas escandalosas de las que era plenamente consciente la parte más informada e influyente de la sociedad, comenzando por los grandes medios de comunicación. Quien osara hablar de estas cosas, como no fuese en la preceptiva voz baja, se exponía a la muerte civil y a ser considerado un desestabilizador, un fascista tal vez. El silencio y la impunidad fueron totales durante muchos años.
Debemos celebrar este cambio en el examen del gran problema al que se enfrentan la sociedad y las instituciones porque ese ocultamiento de las causas, que forma parte de la gran mentira de la vida española de las últimas décadas, hace imposible cualquier intento serio de restauración de la moral pública y de la decencia que hay que exigir a nuestros políticos. Pero no deja de asombrarme el hecho de que el sistema de libertades, en vez de generar un florecimiento de las virtudes cívicas y de los comportamientos ejemplares, suscitara ya desde el inicio tantos casos reprobables como se han ido conociendo, más aquellos de los que nunca llegaremos a tener noticia. Como es asunto oscuro sobre el que existe poca voluntad de arrimar el foco, no puedo yo ofrecer mi propia explicación sino con mucha cautela: fue una mala suerte histórica -esa vieja mala suerte que tantas veces se ha ensañado con nosotros- que el establecimiento de la democracia en España coincidiera con el declive de la moral privada en todo Occidente, algo perceptible ya en los setenta y visible a todos, en todos los niveles sociales, en los ochenta. El mundo anglosajón lo sabe y se lo aplica: sin personas honradas en sus comportamientos privados, no puede haber ciudadanos honrados en los públicos. Y sin éstos, la democracia se convierte en cueva de viciosos y ladrones.
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