La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
De poco un todo
LOS adolescentes de hace veinticinco años discutíamos mucho, en parte como signo de los tiempos de una sociedad cambiante y en parte como una modalidad nueva de la juguetona rivalidad eterna entre los sexos, sobre la incorporación de la mujer al trabajo. Ellas nos advertían como muy agresivas que pensaban comerse el mundo, que para eso estudiaban, que nos preparásemos, que nos atásemos los machos, como quien dice. Algunos entraban al trapo, se encendía una polémica, y así se echaba la tarde. Yo, que suelo embestir a todo lo que se menea, seguía aquellos floreos a distancia. Mi madre trabajaba, y mi abuela paterna. Tenía claro, por tanto, que el trabajo de la mujer podía vivirse con naturalidad. Apenas apuntaba que se debe estudiar para aprender y no para trabajar, pero nadie me echaba entonces mucha cuenta.
Ha pasado el tiempo y rápido. El tema hoy no se discute ni de broma, como tampoco se discutía antes de nuestra generación, aunque por todo lo contrario. Mis amigas de ayer (que siguen siendo las de hoy) trabajan como bestias en las admirables carreras que soñaron. Lo curioso es que son sus maridos los satisfechos. Alguna, si leyese a Salvago, se recitaría "que hay que tener cuidado con los sueños/ porque, a veces, resulta que se cumplen". Se han cambiado las tornas: a las esposas les gustaría dejar el trabajo y los maridos están la mar de contentos de que su mujer sea una ejecutiva brillante y bien pagada.
No es que esas amigas mías sean vagas, todo lo contrario. Se dan cuenta de que tienen que sacar adelante demasiados asuntos, quieren hacerlos todos bien y no dan abasto. Puestos en una balanza, preferirían dejar los negocios urgentes y externos por los importantes e íntimos, o sea, por sus hijos, su marido y la ordinaria administración de lo suyo. Alguna, que desdeñaba un poco a su madre en su juventud, la admira ahora, y hasta la envidia un pelín.
No digo, ojo, que esto les pase a todas, ni a una mayoría, sólo a algunas, pero les pasa. En principio a mi mujer no, porque nosotros no tenemos tanto trabajo en casa. Pero incluso ella -con lo seria que es-, el otro día se entretuvo fantaseando con la buena vida que se pegaría de ser "mujer florero". A mí me hizo gracia esa expresión anacrónica y medio agropecuaria, y me dio por imaginar qué flor sería cada cual en su jarrón. Preguntado por una conocida, dije "hortensia". En mala hora. No sabía que las hortensias le parecieran el no va más a mi mujer, y eso que yo le aseguré que ella sería una rosa. Uf, uf, lo mejor será aparcar ese espinoso tema…
En general, en mis artículos defiendo alguna idea. Quizá ustedes se estén preguntando qué opino yo a estas alturas de todo esto. Poca cosa, más allá del deseo de que todos, unos y otras, consigamos lo que queremos, un buen trabajo o quedarnos en casa. Yo vine solamente a levantar acta de un tema generacional y de su inesperada evolución.
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