El mundo de ayer
Rafael Castaño
Un millón
La tribuna
JACINTO Benavente afirmaba en un artículo de 1948 que la Navidad era el tiempo de la nostalgia, que las casas se llenaban para los adultos de "presencias invisibles", a veces casi insoportables. La celebración, los cantos, la mesa mejor puesta que nunca, las luces... hacían aflorar, sin embargo, los recuerdos del pasado y, con ellos, la añoranza de los ausentes, en especial de los fallecidos. "Una tristeza de neblina en el alma, de suave dulzura, que nos trae graves pensamientos, los que nos hablan del amor y de la muerte, los que nos traen la presencia invisible de los seres queridos…" Esta observación certera clama por una respuesta, busca un principio que, a mi entender, está patente estos días.
Poco importa si ya pasó o no la época de la angustia vital o si vivimos en la de "la levedad del ser", al decir de Milan Kundera. Lo cierto es que vivimos constantemente en un "punto crítico" -como lo llamaba Romano Guardini- donde el alma pesa como un fardo y siente su vulnerabilidad. Hay tantas cosas que hieren la vida, descontentos que vienen de fuera, decepciones de personas, incertidumbre… que denuncian a la postre nuestra falta de seguridad y una interioridad herida incapaz de resistir. ¡Cuánto duelen las carencias morales de los otros, la corrupción, lo vil y lo vulgar, aunque acabe envolviéndonos a todos con su manto gris! El romántico melancólico de antaño lo atribuía a la nostalgia del amor que quería acallar deleitándose con el paisaje, con la poesía o con una música que le transportara y aplacase su emoción. No obstante, Dante achacaba ya en la Divina Comedia la pesadez de la "gran tristeza" de la vida, inaplacable para el corazón, que busca, día tras día, la alegría.
La melancolía que se escapa del alma busca siempre el sentido de la vida porque la sed de infinito se manifiesta en el corazón. Es insaciable por añadidura, porque intuye y sabe que la vida tiene futuro, que existe el absoluto, y espera un amor que ni decepciona ni pasa. Y, cuando lo encuentra, crece con la cercanía de lo eterno, aunque sufre también al ver a tantos escépticos que, se aferran como náufragos a la tabla del placer, al poder o al tener.
Jacinto Benavente sigue su discurso recordando la copla castellana:
"Voy a echar la despedida, / la que Cristo echó en Belén; / el que aquí nos juntó a todos, / nos junte en la gloria, amén".
La Navidad nos hace sentir que vivimos pared por medio con Dios. Su inmensa presencia, conocida por experiencia en la fe, nos invita a abrirnos al amor. "Rompe ya la tela de este dulce encuentro", suspiraba San Juan de la Cruz. No sólo nuestro recuerdo de los seres queridos: también Dios hace su presencia invisible que, además, consigue que los ausentes estén presentes, no solo en un recuerdo nostálgico, sino en la certeza de que viven con Él. La esperanza es certeza de eternidad y seguridad, y por tanto un firme consuelo.
La Navidad se convierte en una invitación a vivir en la actitud propia del hombre. La "actitud de frontera", que es el mejor modo de vivir, se transforma en sinceridad, coraje y paciencia si nuestra mirada, -la de la mente y la del corazón-, no se detiene solamente en el horizonte de este mundo, en las cosas materiales. Hay que apuntar hacia arriba, como el árbol de Navidad, porque, digámoslo seriamente, la verdadera solución tan sólo nos la confiere la fe, que es certeza del amor de Dios.
Quien vive la certeza de este amor que no pasa puede ser una luz para su prójimo, si deja de lado el egoísmo que tan a menudo nos cierra el corazón; si presta más atención a los demás y los ama más, si aporta algo de luz en los ambientes en que vive, en la familia, en el trabajo, en el barrio, en los pueblos, en las ciudades... Cualquier pequeño gesto de bondad es un destello de amor gratuito y eterno, como una luz de este gran árbol que junto con las otras luces ilumina la oscuridad de la noche entre tantas neblinas, incluso de la noche más tenebrosa. ¿No son destellos de esa otra presencia invisible?
"¡Lleguen las Navidades, llegue la Nochebuena, con sus fiestas familiares y seamos en ellas como estos pequeñuelos que se alegran en lo presente sin temores; y que algún día sea universal la fiesta y todos como pequeñuelos en ella!" -alentaba el escritor-. Con la más importante presencia, la de Dios junto a nosotros en la mesa familiar, la historia se abre a la gloria, y nosotros, conmovidos por un amor eterno, viviremos la fiesta, la única que cada hombre espera para saber vivir. Renacemos nosotros cuando nace Dios. Desde entonces y para siempre es Navidad.
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