La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
DE POCO UN TODO
NO suelo viajar, y menos en preferente del AVE, y menos, desde luego, acompañado por testas coronadas. El sábado, sin embargo, se dieron todas esas circunstancias. Viajé a Madrid a dar una conferencia. La ida fue temprano, en turista, en un coche silencioso, junto a un señor que se estudió el periódico de pe-a-co. La vuelta la sacaron mis anfitriones en preferente para que cenase en el tren. Aunque no esperaba mucho del menú, agradecí el detalle.
Nada más arrancar se levantó una voz. Femenina, pero no dulce. Decía que iba a soltarle a uno un par de, digamos, sopapos, y que ya lo cogería en la calle. Precisaba que, aunque ella respetaba profundamente a los homosexuales, a ése no, y le daba otro nombre. Deduje que el asunto no iba conmigo. Seguí leyendo.
Pero la voz clamó: "Se llama Enrique, En-ri-que…" y añadió: "… Y se cree que es periodista, y sólo es un colaborador, un chupatintas". El corazón me dio un vuelco: ¡venía a por mí! Me pasó por delante toda mi vida en una milésima de segundo. ¿Cuándo pude haber ofendido así a esa desconocida?
Del fondo salió la voz de un hombre envuelto en un foulard con acentos semisuramericanos: "Señora, no ofenda. Soy periodista, a diferencia de usted, que ni es alteza ni Princesa de Tracia". Respiré tranquilo: era otro Enrique, trabajaba -gritó ella o suspiró él- en algún programa rosa, y el problema era la mutua duda metódica sobre sus sendos títulos. El volumen de la tertulia (en el sentido televisivo del término) y mis taquicardias no me permitieron volver a la lectura. Me resigné a asistir al pase privado de una película de Almodóvar.
El periodista apuntó que las princesas suelen usar mejores tintes, y la de Tracia, se soltó la melena (rubia platino, todo hay que decirlo) y replicó que tenía los papeles principescos en regla y que era además templaria, en concreto, "templaria del Temple". Su acompañante (su marido no sería, porque hubiese ostentado entonces el título de Príncipe consorte de Tracia) era podólogo y, como todo se pega, añadió: "podólogo del pie". Estaba dolido porque el periodista había dado esa exclusiva con retintín. Yo era neutral, pero en esto estaba con el podólogo del pie. Ninguna profesión, bien hecha, desmerece de una princesa. Ya La cabra mecánica había equiparado a los dentistas con los príncipes.
En Santa Justa no hubo justa ni duelo ni ordalía ni sopapos. La escena resultó calcada al estrambote del soneto de Cervantes: "Y luego, incontinente,/ caló el chapeo, requirió la espada,/ miró al soslayo, fuese, y no hubo nada". Yo sí me llevé algo: una sonrisa. Viajar con la realeza es todo un humor.
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