Gafas de cerca
Tacho Rufino
Mágico engaño
De poco un todo
EN el Debate del estado de la Nación, Mariano Rajoy se ha comprometido a no tocar el sistema autonómico, y a más: a defenderlo. Funciona, afirma, razonablemente bien. De forma literal se confesó "profundamente creyente" en él. Y calmó, como suele, a los nacionalistas asegurando solemne al portavoz del PNV que "Yo no tengo ninguna intención de recentralizar nada"; e insistió: "El Gobierno no tiene voluntad de recentralizar nada". El debate habrá tenido momentos más vibrantes, pero pocos tan clarificadores como éste, al menos para mí.
Me afecta, de hecho, de un modo intelectual que trasciende la coyuntura política. Hasta ahora he venido haciendo una defensa cerrada del conservadurismo, con el argumento de Bossuet de que lo propio de la misericordia es conservar, y pensando que lo más caballeroso es socorrer a lo que está en peligro de extinción: en la naturaleza con el conservacionismo, en política con el sentido común y en moral con las viejas buenas costumbres. Contemplando a un Mariano Rajoy que en lo fiscal es socialdemócrata; en lo político, centrista; en lo moral, liberal; y que sólo se acuerda de ser conservador para velar firmemente por el sistema autonómico, tengo que reconocer mi fallo. A partir de ahora, no me definiré como conservador si no es dejando claro enseguida qué merece la pena preservarse, y qué no me importa nada que se pierda, y qué convendría perder ya mismo o reformar o hasta revolucionar.
Esto me pasa por no seguir de cerca a los maestros. Nicolás Gómez Dávila, al que este año de su centenario citaré más aún de lo que suelo, ya gastaba sus prevenciones contra la etiqueta del conservadurismo, que lo mismo puede pretender preservar un valor esencial como, ay, cualquier chorrada. Por cierto, que la mejor crítica de las palabras de Rajoy la escribió con decenas de años de adelanto el afilado pensador colombiano: "Los tontos se indignan tan sólo contra las consecuencias".
A Rajoy le parecen muy mal las duplicidades que produce el sistema autonómico, la quiebra del mercado único, las desigualdades entre españoles, los déficits presupuestarios -que equilibramos luego con nuestros impuestos-, las hipertrofias administrativas, la politización de la educación que segrega nacionalismos, la deslealtad con la nación, los egoísmos periféricos, etc. Pero él se indigna tan sólo con las consecuencias. Con la causa, oh, no, no: es un profundo creyente.
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