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MI hija le dice a su madre: "¡Um, qué buena te ha salido la sandía! ¡Fresquita y dulce! ¡Muchísimas gracias, mamá!" La observo intentando descubrir una pepita de ironía o una gota de guasa azucarada entre tanto signo de exclamación; pero lo dice en serio, agradecida. La madre, muy pedagógica, haciendo gala de su proverbial humildad, le explica que la sandía no la ha hecho ella, sino la naturaleza y Dios al fondo. Mientras, me sumo en mis pensamientos, fresquitos y dulces también.
Por supuesto, lo primero que hago es recordar la Receta para hacer una naranja, el jugoso poema de José Joaquín Antonio Peñalosa: "Contrátese a la primavera/ para que diseñe los azahares,/ es tan imaginativa la modista en velos nupciales,/ sólo que trabaja unos días al año./ Los dedos de la lluvia/esparzan dos cucharaditas de azúcar,/ esponje el aire los gajos de la cúpula,/ se desentienda el sol de todo el universo/ para teñirle la piel con sus pinceles especializados en rojos,/ añádase el barniz del otoño para sellar los poros,/ qué envidia del pop-art y las naturalezas muertas./ No toques aún esa naranja,/ ponte primero de rodillas y adora como los ángeles,/ fue hecha para ti en exclusiva,/ para nadie más/ como un pequeño inmenso amor/ que se cae de maduro,/ que se entrega redondo".
Sería fácil, mutatis mutandis, reescribir esta maravilla para la sandía; pero delego ese trabajo en la sensibilidad de mis lectores; y me pongo a pensar en la madre de la niña y en su papel en la receta. Porque fue a comprar la sandía, con el calor que hace, y la metió en la nevera, con lo que cuesta encajar una sandía en una nevera; la cortó luego con cariño geométrico; y con dedos de lluvia la dejó caer sobre la fuente. Además, ha educado a los niños en el gusto por la fruta y también en el agradecimiento y en saber ver la mano del amor detrás de cada bocado. Con un pincel de otoño, invierno, primavera y verano, sin vacaciones, ha esparcido el barniz de la buena educación, que tanta falta hace para disfrutar a fondo de la vida.
Tengo la réplica y la receta, pero cuando voy a darlas, han terminado su sandía y el tema ha cambiado. No quiero interrumpir ni dar marcha atrás a la conversación. Me concentro en mi plato, que están todos esperándome; y lo escribiré aquí, para que un día mi hija lo lea y vuelva a dar las gracias a su madre, experta cocinera de sandías, sin admitir ya sus humildades excesivas.
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