El balcón
Ignacio Martínez
Mazón se enroca
La AZOTEA de
DECIDIDA a escapar de su inmundo mundo, la pequeña Jane Eyre -huérfana, inoportuna, marisabidilla-, cogía un libro y se acurrucaba tras gruesas cortinas. La única fuerza, la única salvación, estaba en la lectura. Es cierto que las historias pueden salvar vidas. Por eso amamos tanto a los libros, quienes los amamos: somos conscientes de su valor exacto. Más que la guillotina, ha sido nuestra alma la que los ha cortado a su medida. Y por eso, para todos nosotros, las librerías tienen categoría de laberintos míticos, de amenazadas laurisilvas. Se entra en ellas medio en pecado y se sale de ellas libre de culpa, como del confesionario. Y bien podrías quedarte a vivir y a morir allí, gustosamente, entre ácaros. La mayor parte de las librerías termina como los perros: pareciéndose a sus amos -o viceversa-, y uno acaba cogiéndoles cariño como se lo coge a las personas, por sus gustos y manías. Me dicen que hoy es su día, el día de las librosilvas. No dejen de celebrarlo.
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