La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
La ciudad y los días
ESCRIBÍA ayer la compañera Patricia Godino que, si cuando se realizó el primer registro oficial de la inmigración irregular en la costa del Estrecho de Gibraltar se rescataron 49 personas, en 2003 -el pico más alto- fueron 2.603 y en lo que llevamos de 2013 son ya 1.871. También ayer se supo que la llegada de 800 inmigrantes en pocas horas ponía a Italia en alerta. El diario La Repubblica recogía la protesta desesperada del alcalde de Pozzallo, una de las poblaciones afectadas: "Hospitalarios, acogedores y disponibles, sí; pero no idiotas. Estamos totalmente olvidados por la autoridad. Este Ayuntamiento tiene una deuda de más de 650.000 euros y no obstante continuamos adelantando fondos para comida y ropa". En el mismo diario una parlamentaria italiana manifestaba: "Ha llegado la hora de reflexionar seriamente sobre la inmigración. La sola represión tiene un coste social demasiado elevado si se ejerce sobre quienes huyen de la desesperación. Enviamos este mensaje a Europa: la vía a seguirse no es la del rechazo. El rechazo siembra odio y el odio es el germen de la violencia. No se puede considerar a la mayor parte de la pobre gente que desembarca en nuestras costas simples clandestinos y por ello delincuentes".
Lo terrible es que ambos tienen razón. Es comprensible la desesperación del alcalde que ha de afrontar en solitario una situación para la que carece de recursos. Y son compartibles los argumentos de la política contra la exclusión que convierte a las víctimas de la desesperación en delincuentes. Lo terrible es que, de no tomarse medidas, este gigantesco sufrimiento puede generar dos clases de odio igualmente peligrosos. El de los ciudadanos, sobre todo los más desfavorecidos, que ven hundirse aún más en la marginalidad los modestos barrios en los que los inmigrantes no repatriados necesariamente acaban viviendo. Y el odio de los inmigrantes que se ven rechazados o el de los que son explotados y han de vivir en penosas condiciones si logran quedarse.
El primer odio alimenta la xenofobia y el racismo, explotado por los crecientes partidos de extrema derecha. El segundo alimenta la violencia y la delincuencia a las que se ven abocados quienes sobreviven en penosas condiciones entre nosotros (entre los más desfavorecidos de nosotros, además, insisto) y el creciente fundamentalismo, explotado por los también crecientes movimientos islamistas radicales. Continuará.
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