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El caso de Fernando Simón me tiene atónito. Cuando empezó a equivocarse estrepitosamente (recuerden que predijo: "No vamos a tener más allá de algún caso diagnosticado"), no entendí que no lo destituyesen de golpe. Hasta me maliciaba que Sánchez se lo reservaba para "dimitirlo" cuando la opinión pública clamase por responsabilidades. Ya sea porque no clama o porque Sánchez está dispuesto a que no le dimita nadie para tener un parapeto sólido, ahí sigue.
Sigue y está en proceso de canonización laica como se ve en la última portada turiferaria y motorizada de El País semanal. Me advierten que sus fans se toman muy mal las críticas, pero estaría peor que yo me callase mi desconcierto. Porque incluso negándonos a hacer un juicio de intenciones o a sospechar que ha guiado su actuación un criterio gubernativo y político más que sanitario y científico, los datos objetivos de su gestión no le dan para icono ciudadano. Han muerto muchos más de 40.000 españoles; se han computado fatal; tenemos una de las tasas más altas del mundo de víctimas, en ningún país se han infectado tantos sanitarios, etc. Podríamos agradecerle tal vez sus presuntos desvelos, pero una incompetencia palmaria no debería ser aplaudida por ninguna sociedad sana.
No sólo porque no valora la eficacia, la profesionalidad y la excelencia que necesitamos como el comer. También porque, en un buenrollismo que arrolla con todo, se olvidan demasiado rápido las víctimas.
En consecuencia, el fenómeno pop de Fernando Simón es digno de estudio, de estudio científico, me atrevería a decir, si no sonase a ironía. Habría que determinar qué proporción de la aprobación mediática de su figura es por el fervor partidista de media España contra la otra media, cuál por una estrategia maquiavélica de concentrar la gestión en una cabeza visible lo más técnica posible para alejar responsabilidades políticas y cuánta responde a la simpatía instintiva del español por el hombre (Gotera y Otilio) que hace lo que puede (y, encima, mal).
Lo más misterioso, con todo, es la poquísima autocrítica que parece acompañar al personaje, palpablemente satisfecho con su papel durante la crisis y visiblemente halagado por las caricias de la adulación popular. Cristian Campos, que se me ha adelantado por un día en hacerle un retrato, ha dado, como suele, en la tecla: "Si uno acerca la oreja a esa portada puede incluso oír ronronear a Simón".
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