La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
Su propio afán
Mi historia favorita de Dickens no es de Dickens, sino de Dickens. Quiero decir, que él no la escribió, la vivió. Aconteció cuando su padre fue encarcelado por deudas y tuvo que entrar, siendo un niño, en una fábrica de betún, con horarios y condiciones de principios de la Revolución Industrial. Un compañerillo, llamado Bob Fagin, le hacía la vida imposible porque lo consideraba demasiado elegante y estirado con sus aires de caballerete.
Un día el pequeño Charles Dickens tuvo un desfallecimiento y quizá una crisis nerviosa, y el abusón de Bob lo recogió entonces en sus brazos, le improvisó un rincón cálido con paja y se pasó la jornada haciendo el doble de trabajo y llevándole agua caliente y algo de comer. Cuando llegó la hora de salir, se empeñó en acompañarle galantemente a la puerta de su casa. Dickens insistía en que estaba bien y podía ir solo, pero el joven Fagin no cedía en su caballerosidad.
Sucedía que Dickens estaba tratando de evitar que su compañero viese que vivía en un barrio pobre y que quizá la casa de los Dickens, con todos sus aires de grandeza, era aún peor que la de los Fagin. De lo que se deduce que, en efecto, Charles Dickens era un esnob en el infierno de una niñez miserable, el pobre. Empezó entonces un inacabable paseo entre dos voluntades encontradas: Fagin se resistía a abandonar a su compañero enfermo en plena calle y Dickens se resistía a abandonar sus enfermizas ensoñaciones de elegancia. Anduvieron por las calles oscuras de Londres y parecía la errancia por las florestas de una vieja novela de caballería.
Hasta que, en un vecindario muy elegante, Dickens encontró una salida. Señaló el mejor portal, dijo: "aquí es" y salió corriendo casi sin despedirse. Emociona la ingenuidad de Fagin de pensar que un compañero suyo de la fábrica de betún podía vivir en un barrio elegante. E ingenuidad, etimológicamente significaba "nacido noble". Lo mismo tuvo que pensar el pequeño y pretencioso Charles Dickens, porque, cuando, para hacer tiempo, llamó a la puerta del piso principal de la elegante casa y le abrió un mayordomo, preguntó, impertérrito, si allí vivía Mr. Robert Fagin. Muchos años después se lo contó así a un amigo. Aunque sospecho que, en realidad, preguntaría si vivía allí sir Robert Fagin. Más que una salida ingeniosa, el genio de Dickens estaba, de forma novelesca, ennobleciendo a su rudo compañero, armándolo a su modo caballero.
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