Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Su propio afán
TENGO que darme prisa en escribir este artículo, antes de que los habitantes de la bahía olvidemos la noche desvelada que nos dieron las sirenas la última noche de niebla. Esta prisa mía conlleva un mensaje de fondo optimista y poderoso: enseguida pasamos página de los males. La mañana del viernes, en cambio, nos quejábamos amargamente del concierto de sirenas, y a la niebla ambiente se unían nuestros nublados sentidos tras una noche en duermevela.
El concierto fue incansable y agotador. Cada tres minutos, sonaba sus sirenas el barco mercante anclado desde hace tanto tiempo (¿no merca poquísimo ese barco?) en mitad de la bahía. Hubo quien pensó, con el despertar precipitado, si no sería una alerta de tsunami. No estaban más que cumpliendo el reglamento, los buques, y a nosotros nos dieron la noche, en toda regla.
Yo, por consolarme, trataba de pensar en el viejo lirismo de las sirenas y los buques que cruzan la noche, solitarios. Pero no terminaba de funcionarme el recurso a la retórica. Pensé probar con la misericordia y recordé que los marinos tienen más miedo a la niebla que a la tormenta. Mientras que yo, burguésmente desvelado me lamentaba por el día siguiente a medio gas, había unos hombres curtidos en mitad de la nada de la niebla, escrutando el mar por si, de golpe, les abordaba otro barco ciego.
La misericordia y la épica funcionaban un poco mejor, pero entonces el insomnio de la razón produjo un monstruo. Si yo, que estaba a varios kilómetros de la orilla y a muchas millas de los buques, oía las sirenas como si la bocina estuviese debajo del colchón, ¿cómo la oirían los otros barcos? Me parece que todos, por muy lejos que navegasen, irían con el sobresalto de que el de la bocina se les echaba encima. Habría que moderar las sirenas, no ya por el sueño de la buena gente, sino para que sean útiles. A ese nivel, asustan a muchas millas a la redonda. No me extraña nada que los viejos lobos de mar le tengan tanto miedo a la niebla. Al menos cuando hay mar gruesa no viene nadie a tocarnos la bocina como si no hubiese mañana cada tres minutos. Y dale.
Me gusta concluir los artículos con una conclusión o, aún mejor y menos redundante, con una sugerencia que deje al amable lector que me acompañó hasta el fondo alguna reflexión pendiente. Pero no estoy concluyente. Sólo diré que ahora cada noche consulto el tiempo, cruzando los dedos para que la niebla no vuelva.
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