La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
De poco un todo
TODAS mis ideas las tengo por verdaderas -lógico: si no las tuviese por tales, no las tendría-. Pero con muchas no tengo prisa por que se lleven a la práctica. El fundamentalista es el que coge una idea y se empeña en imponerla y no para. El relativista es el que sostiene un dogma: que no hay verdades. El cínico es al que la verdad no le merece la pena. Al frívolo, no le merece la alegría. Al escéptico, no le interesa. Y así podríamos seguir con la amena tipología; pero me reclama la realidad, enrevesada, donde tienen convivir diversos postulados, sentimientos, sensibilidades y, sobre todo, sentidos: el del humor, el de la oportunidad, el del gusto, el del decoro y, por último, el común, el más mentado.
Un caso claro: el casco de la moto. Siempre consideré que el Estado, que no destaca por su preocupación por la vida humana, no debería meterse en si una persona mayor de edad se protege o no cuando monta en moto. Hay una invasión abusiva de la esfera de la libertad personal del ciudadano que responde, me temo, más cuestiones económicas que a planteamientos éticos, como demuestra el trato tan ligero que se da, luego, al aborto y, al fondo, a la eutanasia y, en silencio, al suicidio. Sin embargo, jamás defenderé que nadie vaya sin casco, porque prefiero la salud de mis lectores que exacerbarme en una defensa monolítica de la libertad individual. Por desgracia la libertad está tan amenazada que por fortuna bien podemos defenderla en otros campos más vitales, como contra la elefantiasis de la fiscalidad, que nos deja sin margen.
Del mismo modo que las teorías más metafísicas, también ante mis análisis más sociológicos y políticos tengo a menudo unos sentimientos enfrentados entre mis ganas de salirme con la mía y mis deseos mejores. Hace unos años advertí aquí mismo que superaríamos la crisis, desde luego, pero por debajo, o sea, empeorando en nuestra capacidad adquisitiva y nuestros derechos sociales. La macroeconomía descansaría aliviada... sobre nuestros hombros, sobre nuestros microhombros. Miro a mi alrededor y lamento no haberme equivocado, como hubiese sido lo deseable. Así de espinosa es la realidad, y todavía más agitado es el corazón del hombre, sometido a tantas sístoles y diástoles. Pensar es tan arriesgado y vertiginoso que no sé cómo al Estado no se la ha ocurrido todavía exigirnos un casco. ¿O sí; y se llama discurso de lo políticamente correcto?
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