Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
Su propio afán
ALGUIEN de mucha autoridad me aconsejó amablemente ver Juego de tronos. Es una reflexión sobre el poder, la ambición y la intriga; y, además, ha influido mucho a las emergentes generaciones de políticos de moda. Tan curioso como bien mandado, me he metido entre pecho y espalda las 30 horas de las tres temporadas de la cosa, aunque, como me saltaba las escenas de innecesaria crueldad y las de prescindible sexo explícito, habrán sido 15 horas o, como mucho, 20. En principio, no la recomendaría tanto, pues esos laberintos medievalizantes tienen una sombra frívola, como de juego de rol, de la que apenas logran desprenderse en algunos instantes de halo épico, y ni en ésos alcanza el de Tolkien.
Con todo, hay una imagen poderosa y auténtica. Mientras en los reinos de Poniente (la referencia a Occidente no puede ser más explícita) se despedazan (literalmente) por unas pasiones desbordadas, provincianas, retorcidas y bastante adolescentes, gastando en esas fintas muchísima energía, voluntad, intelecto y tiempo, mientras se dedican a esos juegos (el título no puede ser, de nuevo, más explícito), fuera de las fronteras de Poniente crecen los verdaderos peligros. O la miseria encauzando su rabia, más o menos al sur, como un río de lava, poco a poco; o amenazas mucho más oscuras, más allá del Muro, que personifican a la muerte y la helada desolación del espíritu.
Quizá ustedes podrían aprovechar mejor sus 15 ó 30 horas, pero alguien con mando en plaza tendría que obligar a los políticos actuales a ver la serie en serio, tratando de que no se nos distraigan con las escenas de sexo venal o de crueldad gratuita o de lujo barato y decadencia de salón. Lo ideal sería que se reconociesen, no en el atrezo ni en la grandilocuencia, claro que no, sino en la ceguera de las pasiones partidistas y de los horizontes estrechos.
Aquí, como en la serie, mientras los líderes se desangran por unos tronos de juguete, casi de cartón, existe un peligro real que se ignora a conciencia, porque está lejos y no tiene glamour ni da juego (otra vez el juego) al lucimiento personal y exige un esfuerzo de responsabilidad para entenderlo y para encararlo.
No sé si las novelas originales serán tan explícitas, pero ésta es, sin duda, la metáfora central de la serie y por la que merece la pena. Aunque los jóvenes políticos emergentes, por lo visto tan aficionados, no parecen haberse percatado del aviso.
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