La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
La tribuna
DESDE la antigua Assos, sobre la costa turca occidental, se adivina una brumosa cenefa que emerge en mitad del mar. Es como una mancha alargada, escindida del propio horizonte. La isla griega de Lesbos se halla sólo a 8 kilómetros de la acrópolis donde Aristóteles impartió filosofía durante un tiempo. Ahora, a la vista de todo visitante, los cabritos ramonean los yerbajos que afloran por los sillares del milenario teatro. En Assos también se erigió el templo dórico de Atenea, diosa protectora de navegantes. Las piedras expósitas que hoy se conservan son como un émbolo de nostalgia. Hoy como ayer el mar Egeo ofrece a la vista sus hermosos y traicioneros azules. Cuenta el viajero y escritor Patrick Leigh Fermor que las lamias de mar descendientes de Gelo (demonios con apariencia de ninfas), solían tener su coto de caza junto a Lesbos. Las lamias marinas devoraban a los bebés. Para ahuyentar a Gelo, las madres en cinta debían coger cuarenta guijarros de playa que, a su vez, tenían que ser lavados por la espuma de cuarenta olas diferentes. Después, las piedras debían ponerse a hervir en vinagre. Sólo entonces, al alba, Gelo y sus terribles ninfas huían para siempre.
Si desde Assos uno aguza la vista cara al mar, también observará otros fosfones de bruma que surgen sobre las aguas mestizas de Grecia y Turquía. Son los antiguos islotes de las Arguinusas. En el año 406 a. C. se libró allí la que Diodoro de Sicilia llamó como la mayor batalla naval entre griegos. Las guerras del Peloponeso avivaban la inquina entre Esparta y Atenas. Lo refiere Antonio Penadés en su libro de viaje Tras las huellas de Heródoto. Hasta hace bien poco, el hombre contemplativo tenía suerte de estar en Assos (Behramkale en turco). Pero ahora es poco menos que un delito perderse en estos ocios tan irresponsables. Los refugiados venidos de Siria y de otros horrores hallan la muerte aquí, en la travesía que los lleva de Turquía a Lesbos.
Al sur del mar Egeo, la marca de agua que separa Grecia de Turquía dibuja sus caprichosos escorzos. A los que nos encantan -y obsesionan- los mapas, nos entretenemos mucho con el zigzagueo que delimita las aguas territoriales. Ocurre así desde Rodas hasta Troya y Samotracia. De entre el maravilloso islario destacan las hoy islas luctuosas de Cos, Samos, Quíos y la propia Lesbos. A las criaturas huídas de Siria y que sobreviven al llegar a Samos, poco o nada les interesará saber que aquí nacieron el matemático Pitágoras, el astrónomo Aristarco y Epicuro, filósofo del deleite. Menos les interesará saber que los griegos arrebataron a los turcos esta misma isla de Samos, al igual que la de Quíos y Lesbos, en la Primera Guerra Balcánica (1912-1913) que antecedió a la IGM.
Desde el siglo XX la historia fronteriza entre Grecia y Turquía remite siempre a los viejos enconos. La Unión Europea y Ankara han acordado que desde ayer domingo todos los refugiados que lleguen a Grecia de forma irregular sean devueltos a Turquía. Voceros de radio y tribunos de postín hablan de deportación infame. No es nada nuevo que vuelva a ocurrir justo donde Europa y Asia se funden en un híbrido y donde el avatar histórico provoca éxodos de doliente recuerdo. En 1923, al término de la guerra que las enfrentó a cara de perro (1919-1922), la Grecia de Venizelos y la nueva Turquía de Mustafa Kemal Atatürk acordaron un formidable intercambio de poblaciones. Fin de la convivencia. Casi un 1.400.000 griegos que vivían en Turquía desde antes de la aurora bizantina tuvieron que desplazarse por fuerza a la Grecia continental (el hecho es evocado como el año de la catástrofe). A su vez 400.000 turcos, asentados en Grecia desde la larga noche otomana, marcharon a la Turquía republicana de Atatürk. Casi al igual que hoy, una comisión internacional para los refugiados dio su plácet a aquella purificación de territorios. Los griegos venidos de Anatolia alteraron la bolsa étnica de Grecia, sobre todo por la umbría región de Macedonia (aquí se encuentra el campo de Idomeni).
El drama de los refugiados está provocando nuevos flujos sobre esta especie de alegoría mental: la frontera, cuyo travieso trazado, que suscita mitos y pasajes hazañosos, separa a Grecia de Turquía. Para Europa Turquía siempre acaba siendo esa otredad de sí misma, el trasunto de su propia periferia. Como escritor fronterizo (en lo geográfico y en lo literario), el Nobel turco Orhan Pamuk dice en su libro Otros colores que para él la idea de Europa, a veces deseada y a veces amenazante, suele ser un sueño que cambia continuamente de identidad, de cara. Por lo que vemos, está en lo cierto.
También te puede interesar
La aldaba
Carlos Navarro Antolín
¡Anda, jaleo, jaleo!
El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
El Palillero
José Joaquín León
Propietarios o proletarios
Quizás
Mikel Lejarza
Hormigas revueltas
Lo último