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UNO lleva vividos casi cincuenta veranos, medio siglo de veranos, pero todos los inviernos se olvida de los insectos. En invierno, pegado al radiador, se imagina las largas horas del verano leyendo indolentemente en el jardín, a la sombra, o por las noches, con la ventana abierta, escribiendo hasta las tantas y, encima, cosas estupendas, no trivialidades. Pero llega el verano, y nos recuerda lo que habíamos olvidado: los insectos.
En el jardín, las hormigas no paran. En verano, al menos, somos firmes partidarios de las cigarras, que van a lo suyo, y no de las hormigas, que serán muy virtuosas, pero que se vienen a lo nuestro y, además, muerden. También hay moscas, que también muerden.
Por las noches, les toca a los mosquitos, y a todo tipo de lúas y de pequeños objetos voladores no identificados. Pienso con envidia en Ernst Jünger, que los conocería a todos, y que sacaría un gran placer de ir clasificando a estos bichitos sin tener que rebuscarlos por el suelo. Acuden a la pantalla, porque la pantalla de mi ordenador tiene un imán para los insectos y parece una feria minúscula, repleta de visitantes. ¿Cómo es posible, me recrimino, que en invierno no recuerde esta invasión y no agradezca al frío su poder insecticida?
En invierno, además, podría hacer un poco de literatura con los insectos de mi pantalla e imaginar que hacen por leer lo que escribo o, mejor aún, que se confunden con las letras, tipografía andante. Pero ahora es evidente que lo que pone en la pantalla les trae al pairo. Les atrae un brillo que no es literario, sino eléctrico; que no es mental, sino mecánico.
Acabo de ver cómo un mosquito ha ido a posarse en la bombilla de la lámpara y ha caído fulminado, seco. No he sentido pena. ¿Soy un monstruo o defiendo la gota de sangre que éste habría chupado sin solución de continuidad?
Otros rebotan contra la lámpara, contra la pantalla, contra la ventana, contra el vaso de agua, contra el cristal de la mesa y siempre hacen un ruido hueco y pajizo y vuelven a volar, incansables. Pero peor es cuando dan con mis brazos y no hacen ruido, o caen sobre mi cabeza. Aplastarlos es una solución mala, y no por piedad ni por panteísmo hindú. Dejan un olor acre en los dedos que no se va fácilmente y un rastro de destrucción desparramado sobre la mesa. Es asombroso pensar que a la altura de octubre o a principios de noviembre como mucho ya habré olvidado esta pesadilla.
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