Enrique / García-Máiquez

Visitar al enfermo

Su propio afán

16 de mayo 2016 - 01:00

EL hilemorfismo tiene nombre de enfermedad, pero es la tesis filosófica que explica que todo cuerpo se compone de materia y forma, que, para el ser humano, son el cuerpo y el alma. Mi asociación espontánea de la teoría aristotélica-tomista con una enfermedad no es casualidad: pienso en ella desde mi catarrazo. Lo bueno es que no llega a gripe. Lo malo es que, en primavera, uno ya no se esperaba este ataque por la espalda. Lo regular, el consuelo de tontos: en la farmacia me han dicho que los virus están haciendo su agosto en este mayo que marcea. (Lo que a su vez tiene la ventaja de que este artículo, que es el monólogo interior de un achacoso, resulte también de rabiosa actualidad.)

Mi aportación es que el alma se deja ver especialmente bien desde el mal cuerpo. La sincronización perfecta en condiciones normales nos dificulta los distingos escolásticos. Ahora los pulmones se acartonan, la lengua se acorcha, los huesos se reblandecen, el estómago se revoluciona; pero el alma sigue transparente, limpia, intocada por la fiebre. La mente, que anda en medio, sí se afecta, y se embarulla un poco, pero, entre sus brumas, por contraste, ve muy clara al alma intacta.

Para colmo si uno ha tenido una instrucción judeo-cristiana, percibe en la enfermedad una oportunidad de oro de purificación, con la que el alma brilla más, incluso; y, si tiene un resabio estoico, el espíritu se le acendra y la virtud se tensa; y si, además, tiene una querencia hedonista, es una ocasión inmejorable de meterse en la cama y tomar zumos de naranja. Reponer las fuerzas del alma era una preocupación constante en Epicuro. Como esto no puede pesarse ni medirse, me remito a la experiencia del lector, aunque se la deseo remota. Pero si, por desgracia, está malo ahora, podrá comprobarlo sobre el terreno.

Hay que ser un dogmático del materialismo para no sentir en la enfermedad que estamos compuestos de un cuerpo, momentáneamente doliente, y de un alma, que sonríe, con paciencia, desde sus alturas intocadas, y que realiza la obra de misericordia de visitar al enfermo de vez en cuando. Como se sabe, esas visitas han de ser breves, para no cansar al convaleciente y para no apurar todas las posibilidades del contagio. El alma, cumplida su misericordia, se despide, y vuelve a su luz. El cuerpo agradece la visita, reconfortado. Ha visto con sus propios males que lo mejor del hombre es inmune a los virus.

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