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UNA de las mejores anécdotas de ese Doce que nos jactamos de bicelebrar tiene a la estupidez como protagonista. Y también al -¡sorpresa!- edificio Valcárcel. Y también -no tanta sorpresa- al implacable duque de Wellington. Para agasajar al general inglés, "la flor y nata del momento" -cuenta Ramón Solís- no tuvo mejor idea que organizarle un baile, esplendoroso y cateto, en los salones del antiguo hospicio. Para ello, sólo había que hacer frente al pequeño detalle de limpiar la finca de enfermos, tarados y huérfanos roñosos. Cosa que, por supuesto, se hizo. ¿Qué son unos cuantos parias comparados con una exhibición de papanatismo? Pues está claro, entonces y ahora. También lo tenían claro Wellington -que llegó a la cita y se encerró a cenar a solas con las mujeres- y los pobres perturbados del lugar que, en mitad del zafarrancho, se decían unos a otros: "Al parecer, es que llegan unos locos muy principales y hay que dejarles sitio".
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