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PROTESTABA José Aguilar en un vibrante artículo de los abucheos a Zapatero durante el desfile militar del pasado martes. Era fácil seguir su argumentación e ir dándole la razón a cada paso. Por eso, cuando acababa con esta pregunta: "¿Por qué odian tanto a Zapatero? Al fin y al cabo, sólo es un mal presidente de Gobierno", uno, que se había ido implicando en su columna, se sentía interpelado a responder.
Para empezar, lo más significativo es lo que no se pregunta. "Sólo es un mal presidente", afirma Aguilar, dándolo como un axioma indiscutible y, verdaderamente, tiene razón. A estas alturas, ¿quién defiende la gestión de Zapatero?
Pero la rabia contra ZP, o "el odio", como lo llama Aguilar, tiene más motivos, y no hay que olvidarlos. Desde el principio, con el Prestige y más, tras los acontecimientos del 11-M, adoptó una postura de rudísima confrontación con el PP, que alcanzó su apogeo en Cataluña con el Pacto del Tinell, y que le servía para movilizar a su electorado. Él mismo confesó a Gabilondo cuánto le convenía la crispación. La memoria histórica, la derogación del Plan Hidrológico, la cruzada contra los crucifijos, el laicismo inquisitorial, la nueva ley del aborto, las frivolidades con el concepto de nación española, los agravios estatutarios, la recurrente retórica y el desprecio sistemático a las ideas conservadoras han sido un continuo frente abierto con medio país. Zapatero ha azuzado el enfrentamiento y la división de los españoles, contando con que él se quedaría con el dividendo más grande, al que además podría sumar el resto, o sea, los nacionalismos. Y le fue saliendo bien.
Ahora, sin embargo, no le cuadran las cuentas, porque los que, cuando negó la crisis y prometió el pleno empleo, le creyeron (recuerden aquellos carteles tan clericales cuyo lema era "Razones para creer") están decepcionados y soliviantados. El atajo más corto al odio arranca del amor. Zapatero no ha escatimado ocasión para ponerse en el centro de todas las miradas, robando protagonismo a sus ministros o autoproclamándose ministro de deportes, mismamente. Y del centro de las miradas al centro de los abucheos la distancia, a unas malas, es mínima. No se le trata sólo como a un mal presidente de Gobierno porque ha tratado de ser más que un presidente de Gobierno.
No estoy justificando, ojo, el odio o el rechazo, sino comprendiéndolo, porque comprenderlo nos permitirá desactivar los oscuros resortes de los volubles sentimientos sociales. Las virulencias nunca están justificadas y menos cuando, como indica Aguilar, la democracia articula astutamente cauces civilizados para despedir del líder que dejó de ser operativo. Otra cosa es que al pueblo soberano un año y medio hasta las próximas elecciones generales se le haga un mundo. No estaríamos hablando, entonces, de odio, sino de impaciencia; y eso, estando como estamos, es más admisible, ¿no?
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