El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
Su propio afán
AUNQUE andamos todos imbuidos de un crudelísimo darwinismo, no podemos evitar un pellizco de piedad al leer que las cabinas telefónicas van a desaparecer inexorablemente de nuestras calles. Es la ley de más fuerte, del mejor adaptado al medio. El depredador es el teléfono móvil y va a extinguir las mastodónticas cabinas en cuanto expire la norma que las hacía, como servicio público, obligatorias.
A un liberal puro se le presenta (¡y gratis!) un ejemplo perfecto con que ilustrar sus teorías. El servicio público lo presta antes, más barato, con mejor tecnología y más democráticamente la propiedad privada y la libre competencia que un modelo amparado por el poder público a pesar de ser obsoleto y de casi imposible sostenimiento.
Pero las cabinas telefónicas todavía tienen una llamada que hacer a mi melancolía. Dicen las encuestas que el 88% de los españoles no las ha usado jamás. Vuelvo a contarme entre la minoría. Con las encuestas me pasa como con la Primitiva: no acierto nunca. Yo he usado las cabinas hasta la extenuación. Supongo que entre el 12% de los usuarios nos contaremos muchos que recurrimos a ellas por dos motivos de alto voltaje sentimental. Primero, cuando estudiábamos fuera y hablábamos con casa. En el frío invierno, aquellas cabinas eran lo más cálido del mundo, pues nos unían a los nuestros. Aunque mis cabinas ya eran de acero inoxidable, con cuánta exactitud las describió García Lorca: "Tu voz regó la duna de mi pecho/ en la dulce cabina de madera./ Por el sur de mis pies fue primavera/ y al norte de mi frente flor de helecho".
La segunda causa de nuestra estrecha relación con las cabinas fueron los noviazgos. Sin móviles aún, con el teléfono de casa vigilado y demandado por unos y por otros, los novios nos echábamos a la calle, rebuscábamos las cabinas más solitarias y recolectábamos monedas que la máquina iría engullendo sin romanticismo ni misericordia. Las monedas menguantes, el frío, la cola creciente e indignada que esperaba, los cortes de línea, los malentendidos y la conversación agónica contra reloj forjaron unas relaciones inolvidables.
El móvil lo ha facilitado todo y el amigo liberal tiene más razón que un santo (esta vez). Pero uno sigue comunicando para esas llamadas del sentido común: la línea con la razón está ocupada. En mi pueblo hay dos cabinas, sobre todo, que hace decenios que no uso, pero las veo y me da un vuelco el corazón.
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