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Monticello
Robert E. Lee, como es sabido, fue el último general del ejército confederado. Él rindió sus tropas a la Unión, certificando el fin de la Guerra Civil norteamericana y la derrota del Sur. Pese a su protagonismo marcial, su biografía previa a la guerra deja claro que él no era un defensor de la esclavitud ni mucho menos alguien contrario o desleal a la Federación. No obstante, cuando la guerra fue declarada, Lee tomó las armas por el bando de Virginia, su lugar de origen. Si así lo hizo no fue porque creyera en la causa rebelde, sino simplemente porque allí estaban los suyos, sus amigos. La historia pública de Robert E. Lee a menudo es invocada como paradigma del envés dramático que poseen ciertas virtudes. El alto sentido de la amistad o la lealtad familiar puede desembocar en la arbitrariedad, el abuso o, como en este caso, en la traición a la República. La utopía cosmopolita tendría así como límite la naturaleza humana, el sentimiento innato de velar antes por lo nuestro ante ciertas encrucijadas. Una pasión que constituye también uno de los vicios ordinarios con los que, como explica Judith N. Shklar, ha de convivir toda democracia liberal como sistema de gobierno. En todo caso, en nuestro tiempo, conviene darle la vuelta al razonamiento. Es decir, considerar el valor político que tiene hoy esa lealtad primitiva y privada, propia de la amistad, cuando en el debate público se intenta instaurar la pureza de la lógica amigo-enemigo. La promiscuidad ideológica de la amistad, la primacía a la fidelidad, a la atracción o a la simpatía que esta otorga, puede ser vista como una virtud cívica frente a los puritanismos que son base de toda polarización. Como un contrapoder difuso o una resistencia al dominio de la misantropía ideológica. Frente a quien tiene un afán totalizador de la vida privada, la amistad, como el amor, el humor o lo lúdico, tiene siempre algo de desconcertante. Puede ser una fuente corrupción y arbitrariedad, sí, pero también es el ámbito frente al cual el enfrentamiento no puede asegurar su dominio. Una cura de humildad, del mismo modo, frente al delirio dogmático de exigir a los demás coherencia con nuestra ideología. Ya lo dijo Javier Pradera, en tiempos donde cabía la revolución: no se puede perder a un amigo por el método de producción asiática.
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