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Brindis al sol
Alberto González Troyano
Elogio de la rareza
Con la venia
En los años 80 los jóvenes empezaron a quedar para beber en las calles. Se pasó de pagar cubatas en los pubs a comprar en hipermercados refrescos, hielo y alcohol. Hubo una proliferación de pequeñas tiendas por la zona de la movida que vivían de vender bebidas a los chavales. En el centro de la ciudad se producían aglomeraciones, gritos, altercados, vecinos enfadados que lanzaban zotal desde los balcones, la policía desbordada. En verano en la Glorieta, Paseo Marítimo y Muñoz Arenillas, el resto del año en Plaza de España, Mina, Argüelles y Manuel Rancés. A aquello se le llamó el botellón, salvo los sevillanos, que decían “botellona”. Empezaron las regulaciones municipales para impedir que se consumiera alcohol en las calles salvo en los lugares señalados, nacieron los polígonos de copas, que en Cádiz fue la Punta de San Felipe. Se alejaba del centro a los jóvenes, a pesar de que aumentaron las peleas, algunas veces con resultado de muerte. La Junta de Andalucía, con Alfonso Perales al mando de la consejería de Gobernación, creó una Ley Antibotellón. La mayoría de las fiestas se terminaron convirtiendo en un gran botellón ante la permisividad municipal. El PP de Teófila Martínez promovió las barbacoas del Trofeo con aquel Chalet Zapata que tanta gloria dio, camino del Libro Guiness, de tan orgullosos que estaban. Toda aglomeración acababa con la bolsa de la compra llena de provisiones . Los carnavales no iban a ser menos, se pasó del suelo lleno de papelillos a una alfombra de cristales rotos, vasos de plástico, bolsas de Supersol o HiperCádiz. Las empresas turísticas de Andalucía vieron el filón y empezaron a promocionar viajes a Cádiz durante el carnaval con el reclamo del sexo y la borrachera: por un precio te llevaban, te regalaban preservativos y te daban una botella de ginebra barata. Como es normal, la ciudad se convirtió en un macrobotellón con los forasteros con peluca, muchos en la plaza de la Catedral. Fue cuando Juan Carlos Aragón, que no era un dechado de abstinencia, escribió aquel pasodoble donde decía que Cádiz era tierra sagrada y todo ese rollo. Ahora se valla todo lo vallable, incluso la Catedral parece un campo de concentración, el alcalde hace llamamientos para que la gente no venga a hacer botellón, con el resultado obvio: no ha servido para nada, si acaso para resguardar la escalinata de la Catedral y la deteriorada zona verde de la plaza de España o Mina. Es difícil ponerle puertas al campo, salvo que Trump mandase al Quinto Aerotransportado de Ohio, es imposible evitar que la ciudad se llene de chavales de borrachera. Al fin y a la postre, es un problema de educación, la que le hemos dado a nuestros hijos.
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