El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
¡Boom!
Su propio afán
HARÍAMOS un pan con unas tortas si después de todas las concesiones, el Reino Unido vota irse de la Unión Europea. Se les podría decir entonces a los líderes europeos, a lo de Churchill: "Os dieron a elegir entre el deshonor y el Brexit, elegisteis el deshonor y tendréis el Brexit". Porque no está nada claro el resultado del referéndum, a pesar de haberse dejado por el camino el pundonor de la Unión Europea. Y menos ahora que el icónico líder conservador Boris Johnson ha decidido echar un pulso a Cameron y hacer campaña por salirse.
Y eso es lo que puede pasar. Lo que ya ha pasado es que se han alterado las reglas, se ha reconocido la existencia de dos categorías de miembros y se han dado pasos atrás en el proceso de integración. Vuelve a evidenciarse algo que me produce una viva inquietud: el imperio de la fuerza bruta que late por debajo, pero muy cerca de la superficie, de todas nuestras instituciones democráticas y de nuestra exquisita civilización. Si de algunas brechas de la infancia decíamos: "¡Mira, se ve el tendón y el hueso!", de la del Brexit puede afirmarse que se ve la tensión y la dureza última de la política real.
Entiendo que la posibilidad de que el Reino Unido coja la puerta hiele la sangre del europeísmo. Es una economía inmensa, su potencia militar impacta y su músculo cultural apabulla. Además, está su prestigio histórico, su condición de socio fundador, la cabeza de puente con Estados Unidos, su secular función de contrapeso en el continente… Se entiende, pero arrugarse en una negociación no conduce a nada bueno.
Fomenta el victimismo de los débiles. Hasta estéticamente da vergüenza ahora el trato abusón dispensado a Grecia si íbamos a reblandecernos así ante Inglaterra. Hay que escoger un grado de dureza y sostenerlo con unos y otros, si se quiere guardar un mínimo de equitativa gallardía.
Pero no se hace. En la política nacional pasa lo mismo, y cuánto se ha favorecido a las comunidades autónomas más desleales por el hecho de serlo.
Y los bancos y las compañías telefónicas tampoco premian jamás la fidelidad de los clientes, sino la negociación a cara de perro, y las amenazas de largarse con la competencia. Me temo que no tiene mucho remedio, aunque tendríamos que intentarlo. Al menos podemos agradecer a Inglaterra que nos dé, en línea con su tradición filosófica, una nueva lección de crudo empirismo. La política es helarte de lo posible.
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