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Envío
Rafael Sánchez Saus
Vance rompe moldes
En tránsito
Hay una cierta polémica ideológica relacionada con la película El brutalista (ya saben, la historia de un arquitecto húngaro que se salva por los pelos del Holocausto, emigra a Estados Unidos y allí se enfrenta a la codicia y a la maldad de un millonario diabólico). Por supuesto, el mensaje de la película es evidente: el capitalismo es malvado y aplasta la creatividad de un individuo genial. Vale, de acuerdo: lo aceptamos. De hecho, ese es el mensaje que trasmiten el 90% de los “productos intelectuales” –déjenme usar un lenguaje marxistoide– que se fabrican en nuestra época, y más en Europa, y mucho más aún en España. Muy bien, sí.
Pero entonces uno se pregunta cuál es la alternativa que se le presenta al artista si no puede contar con el mercado y los inversores y los productores y los editores y los patrocinadores, incluyendo al perverso millonario de El brutalista. Porque si es así, si prescindimos de todas estas molestas barreras que nos imponen quienes van a financiar un proyecto artístico, y si por tanto eliminamos los caprichos megalómanos de los millonarios o la infernal codicia de los empresarios, entonces, ¿cuál es la alternativa? ¿Cómo se difunde el arte? ¿Y quién lo financia, en el caso de que sea tan costoso como los grandes proyectos arquitectónicos o una película de 20 millones de dólares?
La respuesta es muy fácil: el Estado. ¿Y quién es el Estado? Pues probablemente un burócrata obtuso que bosteza mientras repasa la montaña de impresos que hemos tenido que presentar para solicitar la ayuda que nos va a permitir desarrollar un proyecto artístico. O el demagogo que sólo concibe el arte como una manifestación de activismo político que defienda exactamente las mismas ideas que defienden él o ella (no olvidemos que las demagogas también existen). En la Unión Soviética –y en todos los países del bloque socialista–, el arte era un mero instrumento de la propaganda oficial. Y si había algún artista que no quisiera adaptarse a las exigencias de la propaganda, se le condenaba al silencio (en el mejor de los casos), o se le enviaba directamente a un campo de concentración o a un psiquiátrico. ¿Y qué es mejor? ¿El millonario perverso? ¿O el demagogo que concibe todo arte como simple propaganda y que concede las subvenciones a los compinches y a los aduladores? Ustedes mismos.
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