Crónicas levantiscas
Juan M. Marqués Perales
Los que manejan el mundo
La ciudad y los días
Las ciudades y pueblos de casi todo el mundo se iluminan y se adornan estos días. En las calles comerciales no cabe ni un alfiler. Aviones, trenes y carreteras se abarrotan. Los vestíbulos de los aeropuertos y las estaciones de tren se llenan de encuentros, abrazos, besos, lágrimas de felicidad, risas. En las semanas anteriores los restaurantes se han llenado de comidas para grupos de amigos o de empresas. Televisiones y radios cambian sus programaciones y ponen músicas y motivos de Navidad en sus cortinillas. Los informativos muestran machaconamente –hasta la hartura– mercados con sus puestos rebosantes de suculencias mientras los reporteros preguntan a unos cuánto han subido los precios, a otros qué es lo más demandado y a todos qué van a comer la noche del 24 y el mediodía del 25.
Ninguna fiesta convoca a tantas personas en tantos países, transforma con adornos tantas ciudades vistiendo de luces sus calles. Y en la raíz de todo, como su origen, fundamento y sentido, no puede haber algo más sencillo y modesto a la vez que más grandioso: el nacimiento de un niño en condiciones penosas. El parto cogió a sus padres viajando de Nazaret a Belén obedeciendo un decreto de empadronamiento del emperador Augusto, el nacimiento tuvo lugar en un pesebre por no encontrar posada, al poco de nacer el rey Herodes mandó matarlo y sus padres tuvieron que huir con él a Egipto. Eso sí, entre el nacimiento y la huida adoraron al niño los pastores y los magos porque se les había revelado que ese pobre recién nacido en tan penosas circunstancias era el Rey de Israel, el Mesías. Y aunque ningún símbolo de divinidad o realeza lo distinguiera, lo creyeron. Esta es la única clave: creer.
Veintiún siglos después parecería que la fiesta ha ahogado el hermoso, modesto y subversivo –el hombre más poderoso del mundo les obligó a dejar Nazaret y el rey de Judea, Galilea, Samaria e Idumea a huir a Egipto– hecho fundacional del cristianismo. No es así. Ni hay por qué quejarse. Nada nos impide celebrarlo, poniendo en primerísimo lugar el nacimiento de Dios encarnado en la vulnerable e indefensa personita de un recién nacido, que no hay símbolo más poderoso que este niño del ponerse Dios en manos de los hombres del pesebre a la cruz. Se ofrece, indefenso, a la libertad del hombre. Libertad es la palabra clave. Depende de cada uno de nosotros recibirlo o no. Y como lo celebremos.
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