José Antonio Aparicio Florido

Las cenizas que cubrieron Tolosa Latour

Aniversario de la explosión de 1947

Familias enteras que vivían en esta calle quedaron rotas por este suceso.

18 de agosto 2015 - 01:00

LA familia de Mercedes Salinas vivía en un bonito y apacible chalet con dos jardines, uno más alto que el otro, separados por una pequeña escalera donde se vivieron muchas tardes de infancia y juventud que quedarán para siempre en el recuerdo mientras el cuerpo y el alma perduren. Fueron días y años inolvidables porque San Severiano, y en particular aquella calle Tolosa Latour, tenían algo muy especial que quizá surgiera del aroma de las cocinas o de la cercana brisa de la playa, de la amabilidad y estrecha convivencia de los vecinos, las cuestas de la vía o la intensa actividad de los astilleros. Tenía un rumor tan especial que incluso el tranvía, que venía de retorno desde el restaurante Miramar, tocaba la campana para advertir de su presencia, parándose allá donde encontraba a alguien esperando, hubiese o no parada, en aquel tramo que surcaba la calle de un extremo a otro hasta desembocar a la avenida López Pinto.

Entonces, la calle parecía más estrecha que ahora. Mercedes residía en el número 9 y apenas distaban unos pasos con la casa de enfrente, el número 8, que era, además, la única en todo el entorno que había sido edificada con dos plantas de altura. Era inconfundible por su magnífica fachada cubierta de celosías. Allí vivían los Palacios y los Deudero, que compartían planta baja en viviendas contiguas pero separadas, y la familia de Camilo Martínez, que ocupaba toda la planta superior con una terraza hermosa y amplia que hacía las delicias de su mujer, María, y de su hija, Margara. A Camilo le encantaba la caza y por eso tenían dos perros, además de un loro que no se cansaba de repetir "¡Camilo!", "¡María!". Caía tan bien el señor Camilo a los niños de su vecindad que cuando salía de caza por las calles y los descampados próximos ellos le gritaban: "¡Don Camilo! ¡Un pájaro!". Y allá que Camilo apuntaba y disparaba con su escopeta entre el griterío alegre de los chiquillos.

Esa casa de dos plantas tan señorial hacía esquina con la calle 24 de julio, ocupada casi al completo por distintas ramas de la familia Paredes. En el número 1, lindando con Tolosa Latour, habitaba el armador Manuel Paredes con su mujer, Victoria, y sus cuatro hijos: José Manuel, María José, María del Carmen y la pequeña Milagritos, que apenas tenía un año de edad y todavía dormía en su cuna. Ojalá todos pudiéramos haber visto y disfrutado, como Mercedes Salinas contemplaba cada día el amor que se tenía esta pareja. Fue un amor único, eterno, indestructible, irreconstruible.

Un poco más abajo, en el número 5, aún más cerca de los polvorines de la Marina, residían Juan Cano y su esposa, María Luisa, y pegando a las peligrosas minas submarinas, José y Caridad. José era uno de los obreros de Echevarrieta, quien tenía por vecina a otro de los familiares de Paredes, la señora Carmen González de la Torre. En la noche del fatídico día 18 de agosto de 1947, doña Carmen tenía alojado a su yerno, Pedro Rodrigo Sabalette, y a sus tres nietos: Anita, Pedro y el pequeño Constantino. El doctor Sabalette había quedado viudo no hacía mucho tiempo de la que había sido su mujer Rosario Paredes y González de la Torre, hija de doña Carmen, fallecida por culpa de una enfermedad grave y por desgracia incurable. Desde entonces sus visitas no tenían precisamente nada de celebración. Había venido a acompañar unos días a la abuela e, incluso, tenía ya preparadas las maletas junto a la puerta para proseguir su viaje a Tetuán en la mañana del día siguiente. Mercedes aún recuerda cada una de las visitas que Pedro había hecho de soltero en un pasado no muy lejano en aquella misma casa a la que primero fuera su novia.

A la derecha de Mercedes pasaba muchas temporadas otro médico muy conocido llamado Evaristo Puerta, quien había venido aquel verano a Cádiz para celebrar el santo de su esposa, Elena, en la casa de su suegra, Carlota Latorre, viuda de un aviador muerto en la Guerra Civil. La casa de Evaristo quedaba a la derecha del chalet de Mercedes y el sanatorio Madre de Dios a la izquierda. Con todos se compartía: con los ricos y con los pobres. No fueron pocas las veces en que Mercedes y su hermana, Ana María, cruzaron sus cuerpos entre los barrotes de hierro de la verja que separaba su casa del sanatorio para jugar en los patios con las niñas huérfanas y con algunas de las monjas que las cuidaban, como sor Carmen "B", a la que llamaban así para distinguirla de sor Carmen, que era la Directora del sanatorio.

El día en que estalló el polvorín, Mercedes Salinas tenía 17 años y esa misma tarde había estado entreteniendo en su jardín a la menor de los Palacios, Inmaculada, que a sus cinco años pasaba tanto tiempo con Mercedes como con sus propios hermanos. La relación que existía entre las dos familias era tan estrecha que a Juliana, la esposa de don Raimundo Pascual, le decían maína. Era una señora guapísima y cariñosa que todas las tardes salía hasta su portal para ver llegar del trabajo a su marido Raimundo, un Guardia Civil destinado ahora en la Junta de Obras del Puerto después de que un accidente le hubiera dejado inerte su brazo izquierdo. Juliana era una mujer joven y muy amable que muchas veces les llevaba a la playa de San Severiano, llenita de piedras, de la que Mercedes volvió una vez con un tremendo corte en la pierna. Como Juliana era profesora, había instalado una pequeña guardería doméstica en dos habitaciones de su casa a la que acudían los niños de alrededor para aprender sus primeras letras, entre ellos Mercedes Salinas y sus hermanos. Y a decir verdad, enseñaba muy bien. Era curioso y anecdótico ver cómo se acercaban los niños por aquellas calles a la misma hora hasta la casa de los Palacios, con sus sillitas a cuestas para recibir la lección. Fueron momentos inolvidables en la vida de un barrio o, casi mejor dicho, de un singular y mágico cruce de calles.

Mercedes, que en otras ocasiones había llevado a la pequeña Inma al cine, o la había llevado a pasear a los jardines de la Porteña o a las cuestas del tren donde había columpios colgados de los árboles para que la gente echara allí sus mantas y poder pasar una agradable jornada campestre, no pudo hacerlo aquel 18 de agosto. Juliana le había pedido que se la devolviera un poquito antes porque aquella tarde recibían la visita de dos amigas de la familia, Julia y María Luisa, que estaban de veraneo en el albergue de la Sección Femenina en El Puerto de Santa María, adonde debían regresar después de la visita a la casa de los Palacios. Pretendía ser una visita breve y circunstancial. Nada hacía temer precisamente una fatalidad tan inoportuna. En aquel lugar todos estaban acostumbrados a la presencia de las minas submarinas y las cargas de profundidad, que se veían entrar y salir de la Base de Defensas Submarinas o, incluso, dentro de aquellos grandes almacenes rodeados de cristales y cubiertos con simples techos de uralita. Mercedes se extrañaba de que la presencia del polvorín alarmara tanto a los que llegaban de fuera. Sin ir más lejos, se acuerda de un ingeniero naval que vino destinado a la Bazán para trabajar a las órdenes de su tío Juan Campos Martín, que era el director del Consejo Ordenador de Construcciones Navales Militares y, en otro tiempo, director de los astilleros de Horacio Echevarrieta. El recién llegado había venido días atrás a su casa de Tolosa Latour para dar el preceptivo saludo de cortesía a su tío Juan e interesarse por el alquiler de una vivienda en la zona de Bahía Blanca. Cuando este nuevo ingeniero preguntó con curiosidad lo que había dentro de aquella base y Juan Campos le informó de la existencia de las minas, el ingeniero casi se llevó las manos a la cabeza y le faltó tiempo para quitarse de en medio. Seguramente buscó casa en otro lugar.

Quedaban pocos minutos para que diesen las diez menos cuarto y Mercedes tenía que devolver a la pequeña a la familia Palacios para que pudiesen estar un rato con Julia y María Luisa. Tras de sí dejó a su tío trabajando en los planos de una piscina que le había encargado un amigo de Barcelona, que en lugar de hacerlo en el despacho se había encerrado en el cuarto de los niños, donde había una mesa mucho mejor y más amplia para poder delinear. Al salir a la calle Mercedes observó a su izquierda a don Camilo, que estaba sentado sobre el muro de la verja del sanatorio tomando el fresco de las primeras sombras de la noche. Cuando llegó a la casa de los Palacios con la pequeña Inma de la mano, Juliana le preguntó: "¿Por qué no te quedas aquí un rato con nosotros?". Pero Mercedes no podía. Estaba esperando, como siempre, la conferencia de su novio que estaba en un curso de tiro en Marín y no quería perder ni por asomo esa llamada. "¡Tu teléfono se escucha desde aquí y te da tiempo!", le dijo Juliana. Pero Mercedes no quiso esperar y aquello le salvó sin duda alguna la vida.

Cuando reventaron las doscientas toneladas de explosivos de aquel polvorín, en la casa de los Palacios no quedó nadie con vida, ni siquiera las dos mujeres que llegaron de visita, a las que tuvieron que identificar por fotografías. En casa de los Deudero solo se salvó el padre, que había salido a Cádiz y venía de vuelta con el tranvía, y dos de los tres hijos. María, la esposa de Camilo, también falleció, mientras que su marido resultó ligeramente herido y su hija Margara herida muy grave al caerle una viga sobre las piernas que la mantuvo atrapada. De los Paredes solo se salvó el pequeño José Manuel y su padre, Manuel, que en el momento de la explosión continuaba trabajando en el muelle pesquero.

Mercedes Salinas no recibió aquella noche la conferencia que esperaba: "¡Cádiz no contesta!", "¡Cádiz no contesta!". Ella quedó sepultada al igual que su tío Juan Campos, pero sus hermanos con la ayuda del perro que les había regalado Juan Cano cuando todavía era un cachorro la encontraron y la sacaron. De su aturdimiento pudo recuperarse lo suficiente para ver llegar apuradísimo al pobre Manuel Paredes para desenterrar a su mujer y a sus tres hijas muertas, y mecer en un inútil arrullo a la pequeña María José, con el chupete todavía en la boca y sin movimiento alguno. Manuel solo pudo salvar a su hijo José Manuel, al que trasladó primero al hospital de Mora y luego a casa de su tía Lolín para decirle desesperadamente: "Tía Lolín, te traigo lo único que me ha quedado de mi casa". Mientras tanto, los cuerpos de sus hijas y de su mujer formaban una hilera de difuntos sobre las ruinas de Tolosa Latour.

En la casa de Evaristo Puerta solo se escucharon los angustiosos estertores de agonía de la sirvienta, Juana, a la que Mercedes sintió morir como faltándole poco a poco el aire. En la calle 24 de julio no sobrevivió tampoco casi nadie. Solo se salvaron Juan Cano, doña Carmen, su sirvienta y su nieto Constantino, al que encontraron semienterrado con puñados de tierra dentro de los ojos. Cuando días después pudo recuperar la vista en el hospital, lo primero que preguntó fue: "¿Dónde está mi padre? ¿Cómo es que no viene a verme siendo médico? ¡Verás cuando se entere del sueño que he tenido!".

Después de ocurrir aquel infierno, todo ese mundo mágico se perdió: desaparecieron las casas y familias enteras quedaron rotas y separadas por grandes distancias. Solo algunas cosas quedaron milagrosamente en pie, como, por ejemplo, uno de los muros del piso superior del señor Camilo, entre cuyos escombros unos miserables ladrones habían apartado el cuerpo de Margara para seguir robando antes de que los zapadores llegasen finalmente a rescatarla. De este paisaje anterior a la explosión no queda nada y, sin embargo, como si fuera ayer, Mercedes pasea ahora conmigo por allí y sigue viendo a Juliana esperando en el portal a su marido y a las huérfanas del sanatorio jugando en el patio, las cuestas del tren llenas de vida, el tranvía haciendo sonar su campana, la frescura de los árboles de la Porteña y el negro manto de cenizas que lo cubrió todo para siempre.

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