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Sólo una delgada línea separa virtud y vicio. ¿O no se trastocan el ahorro en avaricia, la generosidad en prodigalidad o el amor en odio? El turismo no es el caballero blanco que nos permitirá acabar con todos nuestros males económicos, ni el Atila que asolará nuestro patrimonio. Pero puede serlo. Sobre todo, el Atila. Como todo sector económico aporta ventajas e inconvenientes: genera empleo, pero no de la mejor calidad; crea riqueza, pero a veces solo a muy corto plazo; impulsa la construcción de infraestructuras, pero no siempre las más necesarias para los residentes y puede fomentar el intercambio cultural de calidad o la propagación de actitudes irresponsables y comportamientos antisociales. Nada diferente a la industria, la construcción o el comercio que también, cada uno en su medida y según el momento, pueden enriquecer o arruinar a una sociedad.
La mal llamada turismofobia no es la enfermedad; es el síntoma. La sensación de que nuestras ciudades se están convirtiendo en un decorado al servicio de los intereses turísticos y como teatrillo para un turista que no suele apreciarlas en su justa medida, está cada vez más extendida. Los niños de hoy no conocen el centro de sus ciudades porque las plazas por las que correteaban sus mayores están monopolizadas por las terrazas de los bares. Quizá las despedidas de soltero –sublimación de lo más casposo de la sociedad con sus ridículos disfraces de baratillo y su aparente alegría, tan desbordante como fingida– generen cierta riqueza. Pero infinitamente menos que rechazo social, ruido y basura. Filias y fobias no son más que sentimientos naturales ante lo que disfrutamos o sufrimos. Y es natural que quien se siente expulsado de su casa a cambio de poco o nada, se manifieste en contra de ello.
Quien no quiera ver que este rechazo lo provocan los excesos turísticos, está cegado por el interés o la más pastueña de las mansedumbres. La realidad es clara: aumentos de precios, precariedad de la vivienda, empleos de baja calidad y pérdida de la propia identidad local. Todas las calles comerciales son iguales. Lo que no es ni bueno, ni malo, pero es. Más allá de la retórica de la polarización y de la elevación a los altares o el envío a los infiernos del turismo, las administraciones habrán de escuchar al ciudadano. Porque el turista, ni vota, ni paga impuestos. Y la sensación social es que este modelo nos lleva hacia un deplorable colapso.
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