Enrique García-Máiquez

El color del tiempo

Su propio afán

17 de noviembre 2024 - 03:08

Como estaba invitado en la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, me puse, por ósmosis, solemne. La misión última del poeta es –dije– hacer objetivos y comunicables los inefables sentimientos. El poema realiza (en el sentido más ontológico y material del término) las intuiciones y las sensaciones que vagan por el aire y los corazones humanos. Tras la preciosa introducción de Lola Robador y la bellísima conferencia de Ricardo Piñero, yo pegué, pum, mi pincelada: sostuve que el tiempo y la vida colorean nuestra impresión estética del entorno; y que ese subjetivismo va adquiriendo perfiles objetivos, al modo de un poema.

Natalia Ginzburg, recordando las expresiones coloquiales que se usaban en su familia cuando niña, decía: “Son nuestro latín”. En paralelo, las calles, jardines y plazas donde jugamos de pequeños son nuestra Itálica. Se impregnan de una luz que viene del tiempo y que lo dora todo.

A veces, viene de un tiempo muy reciente. Mi hijo Enrique, conservador instintivo, se quejaba si cambiábamos un mueble de sitio en el salón de casa. Gritaba: “¡Si estuvo allí toda la vida…!”. ¿Hasta qué punto esa belleza biográfico-sentimental merece una apreciación artística? El esteta, no sé, pero el poeta lo tiene claro. Recuerda la idea de Chesterton: “Los romanos no amaban Roma porque fue grande, sino que fue grande porque los romanos la amaron”. Los ciudadanos no aman su barrio porque sea estrictamente hermoso, sino que acaba siendo hermoso –a través del cuidado y de la solera del tiempo– porque lo aman.

A veces, incluso hay dentro una razón objetiva que se escapa al más sensible experto que lo analiza desde fuera. El magistral arquitecto Javier Carvajal ponía como ejemplo de disparate arquitectónico la Casa Grande de Vistahermosa, porque ¿qué pinta un edificio tan descaradamente vascofrancés en la Baja Andalucía? Sin embargo, sí que pinta. Representa el esencial carácter acogedor de la tierra, el alma gaditana de la Andalucía inglesa que glosó Pemán y la condición de extranjeros perfectamente aclimatados al Puerto y a España de los Osborne. Eduardo Osborne Guezala homenajeó con ese caserón sus orígenes vascos por parte de madre, y una madre es sagrada. Nadie sabía más arquitectura que Carvajal, pero, sin conocer la historia grande y pequeña del Puerto, no entendía el gran hombre el imponente edificio. Sin la luz del tiempo nos quedamos en penumbra y vamos a tientas.

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