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CELEBRAN los colectivos LGBT su "triunfo total" en lo del padrinazgo de bautismo de Alex Salinas, transexual, en San Fernando. Y tienen razón. Detallan que "es la primera vez que sucede en 2000 años de cristianismo"; y lo es, e impresiona. Tampoco el obispado de Cádiz puede considerarse perdedor en esta batalla, pues no la ha dado. Espero que este artículo no empañe la alegría de nadie ni ofenda. Al cabo, están muy contentos por la derrota de "un catolicismo fundamentalista y caduco", y yo vengo a ofrecerme (con cierto temblor) como voluntario a derrotado. Una victoria, sin un perdedor al menos, no lo es.
Desde el respeto máximo a los implicados, creo -usando esta palabra en su sentido más fuerte- que el código canónico hace bien en exigir al futuro padrino de un bautismo "una vida congruente con la fe y con la misión que va a asumir", y no parece ser talmente el caso de un transexual. No desde el punto de vista de la opinión pública, por supuesto, sino desde el de la fe, que es distinto. Alex Salinas es creyente y practicante y, por tanto, conocerá la Biblia, la tradición y el magisterio… Pienso que tenía dos opciones, las mismas que todos: o rechazar la cosmovisión católica, que es algo perfectamente posible y que, gracias a Dios, no acarrea la mínima discriminación social, o aceptarla íntegra.
En este segundo caso, que es el que le deseo, la Iglesia le acepta exactamente como a mí. Las misas empiezan con los fieles reconociendo sus faltas y, antes de la comunión, cada cual declara: "no soy digno". Muchos quisieran que las misas empezaran felicitándonos por nuestro inmaculado humanitarismo y que antes de comulgar proclamásemos que somos absolutamente dignos. El problema no es de Alex Salinas ni de los colectivos LGBT, sino de que todos nos resistimos a reconocer nuestra indignidad.
Pero el cristianismo es eso y, si lo cambian, tendrán su triunfo total, pero ya no será cristianismo. La broma de Groucho Marx de que nunca pertenecería a un club que lo admitiese como socio se torna una grave verdad teológica: "Jamás pertenecería a una Iglesia que me admitiese como soy". La Iglesia es una llamada a la conversión. El embelesamiento con la propia identidad no puede ser católico: hemos de hacernos otros cristos, como subraya San Pablo, en la vivencia y en la defensa de la palabra de Jesús, aunque eso nos exija, como a Él, quedarnos solos y derrotados frente el mundo.
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